Estado laico y libertad religiosa

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En los últimos meses se ha suscitado un debate sobre la conveniencia o no de la adopción del concepto de “Estado laico” por parte del Estado costarricense. En mi opinión personal, todo debate que fortalezca las libertades públicas debe ser bien recibido, y en ese espíritu me atrevo a preguntarme si la discusión ha estado bien planteada, pues aun los promotores del así llamado “Estado laico”, se presentan como quienes buscan el mayor respeto posible al ejercicio de la libertad religiosa como derecho humano fundamental, reconocido por los instrumentos internacionales de derechos humanos suscritos por Costa Rica.

La libertad religiosa desarrollada en el art. 12 de la Convención Americana de Derechos Humanos, se entiende en dos sentidos: el derecho subjetivo de la persona de tener una creencia espiritual o religiosa y a organizar su vida conforme a esas creencias (o sea, a creer en un ser supremo o no) –libertad de conciencia– y el derecho de practicar esta creencia en público sea individualmente o en forma conjunta con otros individuos –libertad de culto–, respetando las leyes de orden público que garanticen la sana convivencia en sociedad.

Este contenido es respetado en nuestra Constitución en su art. 75, el cual ha sido ampliamente interpretado por la jurisprudencia constitucional en armonía con la Declaración Universal de Derechos Humanos y otros instrumentos de Derecho Internacional, al punto que a la vista de todos existe en nuestro país una diversidad amplísima de religiones, más allá del espectro de iglesias cristianas y llegando a otras grandes religiones y de asociaciones de no creyentes.

El así autonombrado “Movimiento por el Estado Laico”, no nace en el sector de los creyentes, sino más bien nace entre quienes se presentan como agnósticos o bien como ateos, así como miembros de otros colectivos, pero ponen sobre la mesa el argumento de la “arreligiosidad” del Estado, entendido este concepto como la exclusión de los ámbitos públicos de conceptos o ideas religiosas, y proponiendo no solo la simple separación del Estado y el fenómeno religioso, sino la indiferencia estatal respecto a esta dimensión puramente humana.

Tal posición puede llevar a que el Estado desatienda sus obligaciones esenciales y constitucionales pues el Estado debe promover el sano disfrute de todos los derechos fundamentales de la persona en la medida de sus posibilidades. Por lo que el fenómeno religioso no puede ser indiferente al Estado, sino que entre sus obligaciones está el tomar todas las provisiones para que en su territorio la vivencia religiosa, o bien la increencia, sea vivida por los habitantes en total libertad y sin sentirse discriminado, o conculcado en alguna forma por el ejercicio de la libertad de conciencia y la libertad de culto.

Cooperación Iglesia-Estado. La Iglesia católica en su magisterio desde el Concilio Vaticano II, es consciente de la necesaria separación e independencia de la esfera espiritual del poder civil y viceversa, y en este sentido el mismo magisterio del papa Benedicto XVI es sólido en defender esta justa autonomía, pero no entendiendo esta autonomía como la supresión del ámbito público de lo religioso.

La laicidad del Estado, que la Iglesia reconoce como un valor positivo, es necesariamente la condición de justicia en la que las diversas confesiones religiosas deben ser acogidas por el Estado y la mutua cooperación del Estado en ámbitos de interés común, como la educación religiosa (art. 12.4 Convención Americana DDHH), la asistencia espiritual de los privados de libertad, de los enfermos hospitalizados, la defensa de la familia, la promoción social de la persona humana, entre otros.

Creo que este debate debe conducir a que en nuestro país cada uno de los habitantes pueda gozar del desarrollo de este derecho fundamental a creer en Dios, sea o cual sea su noción de Él, como también el derecho de los no creyentes a vivir de acuerdo con esta opción de vida, en un clima de tolerancia y mutuo respeto.