Esquizofrenia jurídica global

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La comunidad islámica en el mundo británico recurre con cierta frecuencia a sus tribunales y cuenta con unos 85 consejos en el país; esas comunidades desean vivir bajo la Sharía (derecho islámico). Pero no solo ellos se acogen a sus propias leyes: lo mismo sucede con los rabinos judíos y los tribunales de costumbres somalíes, entre otros, que resuelven algunas disputas jurídicas de una manera más rápida, amigable y con un costo menor que el proyectado si acudiesen a los tribunales del país donde residen.

Este enjambre de legislaciones subterráneas, presentes en diversos países, se podrían englobar en un mismo género con el título de “pluralismo legal funcional” que, de algún modo, se distingue, pero no distorsiona nece-sariamente la legislación civil de cada país. Así, nos encontramos ante la presencia de dos legislaciones: una regulada o aplicada a través de las instituciones democráticas propias de cada país –poderes legislativo y judicial– y otra tolerada, aceptada por su funcionamiento práctico entre comunidades subsistentes, tal vez minoritarias, de diversas procedencias.

Ley natural. Pero queda pendiente prestar atención a una tercera legislación, que no procede de los diversos tribunales civiles y políticos. Esa tercera legislación, a la que todo ser humano se sabe vinculado de algún modo natural, la estuvimos buscando en el año 1948, después de la Segunda Guerra Mundial, y la ONU vino a proclamarla con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sin el respaldo de ninguna asamblea (si bien ya se contaba con un análogo precedente en el Antiguo Testamento, en la Declaración de los Diez Mandamiento de la Ley de Dios que, al decir del mismo Moisés, emanaba de una voz interior: “El mandamiento está muy cerca de ti, en tu corazón y en tu boca”). Es la ley natural, presente en el corazón de los siete mil millones de hombres que constituimos la humanidad.

Para que las primeras y segundas legislaciones sean correctamente acogidas por las personas, en los diversos pueblos, ante las características propias de la naturaleza humana, deben concordar de algún modo con esa ley natural; de otro modo, entrarían en la línea de la contradicción entre el sentido íntimo de la conciencia y la aplicación legal, y serían fuentes de conflictos culturales que pondrían en peligro la paz entre los pueblos.

Ante la posible presencia de esas grandes y múltiples legislaciones, caben diversas posturas, pero podemos considerar como la más conveniente la de saber coordinar los diversos sistemas jurídicos, como en cierto modo ya lo han venido haciendo en algunos países, con los acuerdos y concordatos realizados, por ejemplo, con la Iglesia Católica, en España, Italia, Portugal, Brasil y Polonia. En algunos países, se reconocen, además, efectos civiles a las decisiones tomadas en el seno de otras legislaciones.

Deterioro jurídico. Pero el mundo actual asiste a un deterioro extremadamente impresionante y grave de muchas legislaciones nacionales, presionadas por diversas ideologías de moda. Es preocupante, por ejemplo, observar cómo aquella primera “Declaración Universal de los Derechos Humanos”, del año 1948, recibió una segunda, tercera y hasta cuarta reforma, cada vez más alejada del común y universal derecho natural. Ahora, parece que asistimos a una especie de esquizofrenia jurídica mundial al confrontar las decisiones jurídicas de muchos países, aun de la ONU y sus organismos dependientes, con el sentir común propio del derecho natural, que nos lleva a respetar ese toque interior de las conciencias abiertas a la realidad de la naturaleza, tanto material como humana y espiritual.

Francis Bacon, siglo XVI, precursor de la racionalidad positivista decía “saber para poder”, e insistía en que el único método eficaz para dominar la naturaleza (física, por supuesto) era obedecerla. Ahora, en el siglo XXI, podemos decir todavía más que Bacon, que no dejaba de tener razón. La naturaleza (no solo la física, también la humana y espiritual) no suele premiar la desobediencia.

La prensa también puso ante nuestros ojos ese fondo de derecho natural que anida en todas las conciencias y que le llevó a decir a la joven paquistaní, Malala Yuosafzai, de dieciséis años, ante la Asamblea General de la ONU: “Si tuviera una pistola y estuviera frente a la persona que me atacó, no dispararía. Es la compasión que aprendí de Mahoma, Jesucristo y Buda, el legado de Martín Luther King y de Nelson Mandela, la filosofía de la no violencia que aprendí de Gandhi y la Madre Teresa, y el perdón que aprendí de mi padre y de mi madre. Mi alma me dice: sé pacífica y ama a todo el mundo”.

Derecho natural. La negación del derecho natural lleva a suscribir actitudes entre esquizofrénicas y contradictorias en nuestro mundo actual. Se habla de los derechos humanos, de los derechos fundamentales, pero se nos prohíbe preguntarnos por su fundamento.

Hay, en la actualidad, una especie de “ecología jurídica” concordante y portadora del derecho natural, en choque radical con el progresivo deterioro de muchas legislaciones nacionales ideologizadas que, poco a poco, van enfrentando a los hombres de buena voluntad con esas minorías portadoras de ideologías cada vez más lejanas de las realidades naturales. Es necesario y urgente reencontrar el camino de la reconciliación entre las legislaciones civiles de los diversos países y culturas y el derecho natural, y eso va a depender, fundamentalmente, de un respaldo filosófico y religioso, realista, superador de los idealismos nacidos, especialmente en Europa, a partir de René Descartes, desde el siglo XVII.