Esa arma llamada odio

Mateen alimentó el odio con múltiples fantasmas: religiosos, étnicos, culturales, sexuales

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El odio nos acompaña desde los tiempos remotos de la historia.

Puede alcanzar dimensiones casi biológicas. Su exacerbamiento arrasa con las contenciones de lo esencialmente humano y conduce a reacciones similares a las del instinto animal: para controlar territorios, rechazar enemigos y así, quizá diría Darwin, proteger la especie.

Pero las expresiones del odio son, sobre todo, producto de cargas sociales y culturales, y se transforman en conductas que pasan por ciertos aprendizajes.

Nada genético nos determina a odiar a quienes tienen otro color de piel, practican otra religión, nacieron en un país que no es el nuestro, hablan un lenguaje que no entendemos, abrazan opciones sexuales distintas o discrepan de nuestras ideas. Ese odio nos llega desde fuera.

Y mucho menos existen determinantes biológicos que transformen el verbo “odiar” en sinónimo de matar.

El impulso. Omar Mateen, el hombre de 29 años que activó en la madrugada del domingo un rifle de asalto AR-15 y aniquiló a decenas de inocentes en Orlando, para luego caer ante la Policía, actuó, simple y llanamente, por odio.

Ya sabemos, por declaraciones de su afligido padre, que había expresado tendencias homofóbicas; por un compañero de trabajo a quien citó el New York Times, que “a menudo hablaba de matar gente” y odiaba “a los gais, los negros, las mujeres y los judíos”; por indagaciones de la Policía, que había declarado su adhesión al Estado Islámico y experimentado un creciente proceso de radicalización.

También sabemos, por las catastróficas consecuencias de su aberrante conducta, que su objetivo era matar.

Para un extremista con tantas fuentes de fanatismo, las víctimas concentradas en la discoteca Pulse no podían ser más propicias: casi todas jóvenes, homosexuales, “latinas” y con raíces cristianas. Además, los asistentes estaban sumergidos en esa interacción de disfrute y tolerancia que se llama bailar: un lúdico y abierto desafío a la intransigencia.

El odio de Mateen quizá tenía algo instintivo y animal, por hundirse en los pliegues inaccesibles de una mente retorcida. Pero sus blancos fueron seleccionados por una acumulación de prejuicios, frustraciones y distorsiones coloreados y exacerbados durante su vida social. Es decir, fueron “aprendidos”.

No hablo, por supuesto, de un aprendizaje fundado en el racionalismo crítico, sino de algo muy distinto: el que genera exclusión, rechazo y temor a la diferencia; es decir, el que infunde odio.

Dos paradojas. Esa carga emotiva tan visceral conduce a una siniestra paradoja: por un lado, despojar de límites a los móviles primarios, al punto de convertirlos en virtuales instintos sin control; por otro, dotarlos de un entramado de racionalización que justifique el crimen ante lo poco de humano que aún quede en su ejecutor.

Según esta síntesis siniestra de irracionalidad y racionalización, abundante en la historia, no se mata solo por odiar. Se mata para castigar a los infieles, eliminar a los apóstatas, erradicar malas costumbres, purificar la raza, lograr un mundo sin clases o imponer cualquier gran “verdad” que otros rechazan.

Los nombres-símbolos de esta tenebrosa práctica histórica son múltiples; entre ellos, la Inquisición, Auschwitz, el Gulag, la Revolución Cultural, Cambodia, Rwanda, Srebrenica, Aleppo, Charlie Hebdo. Ahora, Orlando.

En algunos casos, la racionalización, planeamiento y ejecución han alcanzado enormes dimensiones logísticas, con perversidad afinada por complejas estructuras institucionales: el nazismo, el estalinismo o el maoísmo. En otros, el crimen ha caminado junto al caos, las dinámicas del terrorismo de bandas o el fulminante de la acción personal. Tras todos, sin embargo, palpita el odio.

Omar Mateen alimentó el suyo con múltiples fantasmas: religiosos, étnicos, culturales, sexuales. Sin embargo, lo ejecutó con la singularidad del “lobo solitario”, tan arraigada en la cultura estadounidense; tan difícil de detectar por las autoridades, pero tan fácil de materializar con armas que se adquieren libremente.

Estados Unidos ha tenido enorme éxito en frustrar atentados terroristas grupales desde el 11 de setiembre del 2001. Pero el acceso expedito a las armas ha allanado el camino para los actos de odio, terrorismo y rencor individuales. Otra paradoja que, por desgracia, seguirá estimulando las repeticiones.

El autor es periodista.