Entre dos grandes revoluciones

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Se ha venido discutiendo en la teoría política y jurídica sobre la trascendencia histórica de dos grandes revoluciones: la de los colonos americanos y la francesa. Y en nuestro medio también se han externado pareceres críticos y encontrados.

De ahí, la importancia de retomar el tema y refrescar posiciones que, a lo largo del pensamiento político occidental, han salido a flote, unas veces en defensa de la Revolución americana con menosprecio de la Revolución francesa, otras veces a la inversa, según cada perspectiva y no infrecuentemente en lineamiento con cada enfoque ideológico.

Personalmente, siempre he creído que ambas revoluciones son gloriosas con sus antecedentes, características y efectos en beneficio de los derechos humanos, lo cual incluye un amplio elenco de libertades, pues la libertad en abstracto debe singularizarse en múltiples formas de expresión para su disfrute y defensa efectiva.

Opiniones diferentes. Hannah Arendt, por ejemplo, en su obra Sobre la revolución, sostiene que la independencia de los norteamericanos “nunca ha pasado de ser un acontecimiento de importancia poco más que local”, a diferencia de la Revolución francesa, que “ha hecho historia mundial”. Este criterio, altamente subjetivo, ha sido rebatido rigurosamente por Richard Morris en su excelente libro Revaluación de la Revolución norteamericana.

Para este autor, la Revolución norteamericana debe entenderse, en sentido amplio, como todo una era de transformación sustancial que comprende a la Convención constitucional que, a la vez, dio nacimiento a la Constitución federal, proclive al modelo republicano de corte presidencialista, de amplia influencia en distintas organizaciones estatales y en el quehacer político latinoamericano. De tal manera que la gesta revolucionaria de los colonos dio como resultado una Constitución que, desde 1787, sigue siendo la misma norma fundamental de los Estados Unidos, aun con sus Enmiendas, a diferencia de Francia, que ha tenido gran cantidad de Constituciones, hasta arribar a la actual Quinta República.

Ahora bien, sin restar mérito a los logros de la Revolución francesa, con el ejercicio de la razón crítica bajo la inspiración del pensamiento enciclopédico de la época y con la diosa de la razón como trofeo exhibido, fue mucho más sangrienta que la otra revolución, con repetidos crímenes contra la clase aristocrática y algunos despistados burgueses de sombrero de copa, que lo perdieron con la guillotina afilada en su contra; con deslucidos actos despóticos que nublaron la excelsa razón en medio de un cataclismo político generalizado que facilitó a Napoléon Bonaparte llegar al poder para constituirse irónicamente en un nuevo emperador y conquistador, muy lejos de la libertad, igualdad y fraternidad.

Gran herencia. No obstante lo anterior, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en 1789, fue y sigue siendo la gran herencia de esta revolución, como instrumento jurídico con la fuerza primigenia y determinante para derivados tratados, declaraciones y convenios internacionales, donde la proclama inicial trascendió los derechos de los franceses en beneficio de la humanidad toda, con proyección futura en favor de la libertad, igualdad y fraternidad.

No cabe duda de que su legado es también universal, único en su género. De tal manera que ambas revoluciones, a partir de la fe en el ser humano, con la invocación a Dios, por un lado, y el ejercicio de la razón sin Dios, por el otro, avalaron el mismo punto esencial: el ser humano es una entidad con libertad y responsabilidad, un ser digno con amplios derechos por su rica dimensión natural y espiritual.

Sin embargo, destaquemos ahora las diferencias entre ambas revoluciones. Ciertamente, la Revolución americana no estuvo dirigida por el fanatismo de un Robespierre ni tampoco tuvo la influencia determinante de pensadores cuyo legado tuvieran conceptos equívocos, poco claros y precisos, como sucedió en parte con el pensamiento de Rousseau, con su tesis de la voluntad general , de gran incidencia en las ideas revolucionarias en Francia. Esta voluntad, que es la “voluntad de la mayoría”, debe llevar a la “voluntad de todos” por el ejercicio necesario y hasta forzado de la mayoría, para arreglar el entuerto de la minoría equivocada y desviada, a fin de que esta siga la ruta de la mayoría.

De esa forma, se podrían favorecer prácticas antidemocráticas por sociedades homogeneizadas, en medio de la autocracia o dictadura. De ahí se explica, entonces, la razón por la cual el fascismo y el nazismo se valieron de esta tesis de la voluntad general para agregarla a sus condimentos ideológicos, aunque Rousseau fuera un convencido demócrata, lo cual claramente se evidencia en su admiración política por los cantones suizos y la simpatía por la libertad de elección de los gobernantes, preferiblemente, de clase media.

Sentido utilitario. En cambio, en la Revolución americana prevaleció el sentido utilitario de corte inglés, sobre todo bajo la influencia del preciso pensamiento de John Locke, donde la libertad individual no puede entenderse sin propiedad privada y sin un Estado cuyo poder esté distribuido en órganos distintos contra el abuso y desvío de la autoridad. Así, los colonos, que fueron fundamentalmente de raigambre inglesa y escocesa, no solo conocían al detalle sus obras y contenidos, sino las consecuencias materiales de la arbitrariedad a través de la monarquía absoluta, que encontró en Inglaterra su marcado contrapeso en el Parlamento por medio de distintos pactos y declaraciones, sin excluir la traición y tragedia de la dictadura de Cromwell, con su engañosa e inicial defensa de la democracia y la libertad.

Sin embargo, los colonos también conocieron, con lupa crítica, las obras de Thomas Hobbes y su acérrima defensa de la monarquía absoluta –dictadura, al fin–, con la esencial misión de evitar el caos y la inseguridad, por cuya defensa debían cederse los derechos individuales al gobernante.

Muchos de estos colonos fueron abogados, lo que fue evidente en la Convención constitucional. También fueron propietarios de tierras y algunos de los líderes de la Revolución fueron grandes hacendados como Washington, Jefferson y Madison, a diferencia de Samuel Adams y Thomas Paine. También los colonos ostentaron amplia experiencia en el ámbito de los negocios, en las actividades políticas y administrativas, sin que se diera, en sentido estricto, una lucha de clases como la existente en la Revolución francesa, con el ascenso de la burguesía en perjuicio de la aristocracia y el clero que la legitimó. Así, la Revolución americana no nació de la pobreza acumulada o desde la muerte por inanición (sin obviar la precaria condición de los negros), como sucedió en Francia

Sistema presidencialista. La pugna de los colonos fue primordialmente de contenido constitucional, con el fin de lograr desde Londres la cesión del poder; colonos que a la vez tenían conciencia de su gesta histórica e idearon un sistema presidencialista, con un distanciamiento total del monarca inglés, sin sucesión hereditaria y sin privilegios odiosos de sangre o nacimiento. Igualmente, el analfabetismo fue excepcional en Norteamérica, a diferencia de Francia, donde fue la regla, con un elemento adicional: los colonos, si bien fueron revolucionarios, también fueron conservadores, por su defensa de los derechos individuales, la propiedad privada y el respeto a la ley.

Por todo lo anterior, ambas revoluciones siguen siendo material de estudio y discusión, con la defensa de la libertad frente al poder público; y los valores republicanos y los derechos inalienables de las personas más allá de cualquier práctica o propuesta ideológica. La Revolución francesa absorbió parte de la experiencia de su antecedente revolucionario, y muchos franceses lucharon por la emancipación de los colonos en tierra extranjera. La unión en la esencia marcó su histórico e íntimo encuentro. No debemos olvidarlo.