En un bosque danés

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Copenhague me resultaba fascinante. No sus edificios, parques o carreteras, sino otro tipo de elementos propios del tejido social de un país: no hay personal de seguridad ni trompos de control en el metro (al que sin problemas se podría acceder sin pagar, pero no vi a nadie hacerlo); la indigencia pareciera inexistente (a diferencia de otras ciudades europeas, en las que el lujo extremo y las personas hurgando su alimento en los basureros, coexisten como cosa normal); los niños con deficiencias cognitivas salen de excursión con sus compañeritos, pero cada uno va acompañado de un especialista particular que pareciera consagrado a lograr que el chiquillo aproveche al máximo esa experiencia, parte de su formación en la escuela que, claro, es pública.

Y vi más: madres desplazándose a hacer las compras con su bebé en una canastita de la bici. No en ciclovías, sino a la par de carros y buses, sabiendo que las leyes, pero sobre todo la conciencia de los conductores, las protegen en carretera; ayudas estatales a los desempleados y desvalidos; programas eficientes de reforestación, además de espacios públicos bellísimos en los que no hay que pagar un centavo por visitar; polideportivos en los barrios con instalaciones que se desearían aquí los principales equipos de fútbol.

En fin, es una sociedad pensada y construida en torno a la persona humana o mejor dicho, concebida en función de los seres humanos concretos (con sus diferentes horizontes, limitaciones y capacidades), no de los consumidores de bienes y servicios, o de un ideal de “nuevo hombre” estatalmente impuesto.

Campo de babosas. Pues bien, para cerrar con broche de oro aquella experiencia, nuestros amigos Paul y Nana nos invitaron a acampar con ellos en un bosque. Aunque muy hechos a las comodidades de la ciudad y nada proclives a las aventuras, mi esposa y yo aceptamos. Todo iba bien hasta que, luego de una buena caminata, adentrándonos en la floresta, caímos en la cuenta de que en el sitio en el que ellos suponían que estaría un refugio (reservado por Internet), no había más que los restos de una fogata con unas tablas para sentarse alrededor. ¡Una cosa son los mapas (aún los digitales) y otra es el terreno!

El problema no era que se hubieran frustrado nuestras expectativas de acampar: el problema es que, de hecho, tendríamos que hacerlo de una forma más extrema: al aire libre, con solo la bolsa de dormir. La relación entre distancia recorrida y tiempo para que oscureciera, desaconsejaba el regreso.

En ese punto, mi principal preocupación (inconfesable por vergüenza machista) no era el frío (unos 15° en esa noche veraniega) ni la humedad del suelo, sino la masiva (y no exagero) presencia de babosas por todas partes, más grandes de lo que alguna vez pensé que existirían. Sabía que la bolsa de dormir que andaba (prestada) si acaso me iba a servir de cobija y que el servicio de colchón y almohada lo prestarían en conjunto el zacate húmedo y las babosas.

Nuestros amigos no se veían preocupados. Es como si su educación incluyera una materia llamada “mantenga la calma, usted puede resolverlo”. La cosa mejoró cuando Paul, a pesar de que habían olvidado la “chispa”, logró prender un fuego generoso con las pocas ramas medio secas que encontramos y cuando Nana sacó de una bolsa masa cruda de pan, nos enharinó las manos y explicó cómo amasarlo.

Confianza solidaria. Una vez amasada, la masa se envuelve en una rama curada en el fuego y se sostiene sobre la fogata hasta que se cocina; luego, se le saca la rama y al bollo calientito le queda un hueco en el centro, justo para meterle una deliciosa salchicha alemana, previamente dorada al fuego. Aunque lo normal es acompañarlo con cerveza, Paul y Nana habían tenido el detalle de recoger pétalos de elderflower (la flor de los Alpes, esa a la que le cantan en La novicia rebelde) y con ellos hacernos un refresco riquísimo.

Yo estaba encantado. Ya en ese momento las babosas se me habían olvidado. Pero, entonces, vino lo mejor. Desde lejos llegó caminando una pareja. Cincuentones, ella sueca y él danés, con apenas unas semanas de conocerse y de haber empezado una relación. Nana les contó lo ocurrido. No sé los detalles porque la conversación fue en danés, pero lo que sé es que ellos le dijeron que para evitar incomodidades podíamos ir a su casa (a más o menos un kilómetro de donde estábamos) y dormir allí.

No lo podía creer. Nos dijeron que nos invitaban a desayunar, pero que ellos saldrían muy temprano al día siguiente por lo que (y esta es la mejor parte) si queríamos dormir más, nos dejaban las llaves de la casa para salir. Nana se fue con ellos para ver el lugar y coger las llaves (ellos se iban a dormir temprano y no nos iban a poder recibir) y el resto nos quedamos comiendo.

Con su GPS mental, Nana regresó por en medio del bosque completamente oscuro, comió algo con nosotros y, luego, nos condujo a la casa. Era bastante grande, con una habitación dispuesta para cada pareja. A la mañana siguiente, risas, mucho agradecimiento, algunas fotos y eso fue todo… Aunque no para mí.

Imagen y realidad. Yo le he seguido dando vueltas a aquellos días en Dinamarca, en especial a aquella noche. Son muchas las preguntas abiertas, sobre todo en relación con la forma en que los costarricenses nos representamos a nosotros mismos. La principal: ¿si es cierto que “a los ticos nos sobra confianza pero nos falta malicia” (como decía una campaña del Ministerio de Seguridad), por qué a mí, como costarricense, me resultó tan insólito todo aquello?

¿Habría hecho yo, en los zapatos de esos señores, algo similar? ¿Por qué si somos un país de paz, y pobladores más felices del mundo, nuestra forma de conducir, las rejas y alambres de navaja de las casas y las agresiones domésticas, revelan tanta violencia e infelicidad? ¿Y cómo es posible que una sociedad en la que los templos son museos, hoteles o restaurantes, demuestre con hechos mayor respeto por la dignidad humana, solidaridad con los débiles y aprecio por la justicia, que esta tierra de rosarios y panderetas?

Así como los mapas usualmente difieren del terreno, las representaciones colectivas que un pueblo tiene de sí mismo pueden ser muy distintas de sus realidades.

En ambos casos, tenerlo presente es imprescindible para encontrar el rumbo y no dormirse en los laureles… o en las babosas.