En torno a la Sala Cuarta

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Las nuevas instituciones a menudo encuentran oposición y aun hostilidad, en particular de parte de aquellos que perciben en ellas una posible limitación a su poder, a su capacidad de tomar decisiones y de imponérselas a los demás. Recuerdo que cuando yo era adolescente, hace ya más de 40 años, eran corrientes las fricciones entre el Poder Ejecutivo y la recién creada Contraloría. A esta se le acusaba en los periódicos de no dejar gobernar, de interferir, en forma indebida, en asuntos que no le correspondían, mientras que al contralor, Amadeo Quirós, se le tildaba de terco, arrogante y ambicioso.

Hoy sabemos que la Contraloría no hacía otra cosa más que cumplir con los deberes que le había encomendado la legislación que la había creado, y que don Amadeo simplemente cumplía a cabalidad con su deber. El tiempo ha dado la razón a él y sus subalternos y no a sus poco imparciales críticos. Esto no quiere decir, sin embargo, que las decisiones que hoy toma la Contraloría hagan felices a todos los involucrados. Si así fuere, la institución sería obviamente superflua. Lo que ha sucedido es que hemos aprendido a aceptar, aunque sea de mala gana, el papel que juega esa institución en el ordenamiento del quehacer estatal.

Lo que se dijo en sus inicios sobre la Contraloría, se repite hoy, casi al pie de la letra, sobre la Sala Constitucional y, aunque en menor grado, sobre la Defensoría de los Habitantes, pues los pronunciamientos de esta última no son vinculantes. Como fue el caso con la Contraloría, las críticas contemporáneas parecen ser, en su gran mayoría, productos más de la actividad del hígado que de la razón, más de un temor de perder poder o privilegios que de un análisis del marco jurídico que encuadra y justifica las decisiones. Más aun, a menudo los críticos dan la impresión de no estar familiarizados con los fundamentos del ordenamiento jurídico de nuestra sociedad. O, conociendo tales fundamentos, prefieren hacer caso omiso de ellos, ya sea por conveniencia, ya sea por interés. De aquí que se haga necesario repetir lo que debería ser obvio para todo ciudadano razonablemente informado.

En primer lugar, me parece evidente que la Constitución es la carta fundamental del Estado de Derecho, tanto en nuestro país como en todos los del mundo occidental y en algunos del resto del mundo. De aquí que no exista reglamento, estatuto o ley, y las acciones y decisiones que en ellos se basen, que escape a los preceptos contenidos en nuestra Carta Magna, o sea, a su imperio. No hay necesidad de ser un especialista en derecho constitucional para saber esto.

Por su naturaleza, sin embargo, una constitución no puede ser redactada en forma suficientemente específica que permita, siempre y sin excepción, su aplicación directa al caso concreto. Sus preceptos tienden a menudo a ser de orden general. De aquí que su aplicación al caso concreto requiera una interpretación que adecue el principio general al caso particular. La libertad de palabra, por citar un ejemplo, no es tan obvia como puede parecer al principio. Véanse, si no, los interminables debates alrededor de la censura previa. Los ejemplos se podrían multiplicar hasta la saciedad. O el aburrimiento.

Nos guste o no, resulta que en la cadena de interpretaciones alrededor de un acto específico, la última instancia, la que decide si el acto en cuestión está en armonía con los preceptos constitucionales, es, dentro de nuestro ordenamiento jurídico, la Sala Constitucional, conocida también como la Sala Cuarta. No es, como pretenden sus críticos de buena y mala fe, que la Sala esté usurpando los privilegios y jurisdicciones de los otros poderes, pretendiendo erigirse en dictadura absoluta. Es, simplemente, que todo acto regido por una ley, y la ley misma, caen dentro de la jurisdicción de la Sala Constitucional, por ser ella quien posee la potestad de interpretar la Constitución, que es la ley máxima del Estado de Derecho. Por lo tanto, el camino por seguir si se quiere que la Sala se pronuncie en otra forma, es proceder a cambiar la Constitución.

Las anteriores perogrulladas no pretenden afirmar la infalibilidad de la Sala Cuarta. Los magistrados que la componen son seres humanos, sujetos al error y productos de un momento socio-histórico. Es posible que, en años venideros, otros magistrados lleguen a conclusiones diferentes. Pero en el presente el fallo de la Sala es final e inapelable. Esas son las reglas del juego.

Gracias a la creación de la Sala Cuarta, los derechos plasmados en nuestra Constitución han sido puestos al alcance del ciudadano común. Creo que esto nos permite a todos dormir más tranquilos, sabiendo que existe una instancia de fácil acceso que nos protege de la arbitrariedad del poder.