¡En mi hambre mando yo!

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Un querido amigo me envió un extracto de una estupenda entrevista con José Luis Sampedro, donde el escritor español narra una anécdota contada por su colega Salvador de Madariaga y Rojo, en la década de los treinta.

En tiempos de la República, en Andalucía, durante época electoral, el capataz de un cortijo entregaba a los jornaleros, sentados en una plaza cualquiera, un par de duros (monedas de cinco pesetas) con el fin de comprar su voto y sus conciencias. Uno de los trabajadores, con determinación, tomó las monedas, las arrojó al rostro del soberbio capataz y le dijo: “¡En mi hambre mando yo!”.

La historia me conmovió profundamente. En una época en que el fenómeno político, en su más amplia acepción, desestima las estructuras ideológicas que sostienen el Estado de derecho y sustituye este andamiaje por el discurso demagógico populachero de la más baja ralea, y se blande sin sonrojo la espada del miedo para reivindicar el autoritarismo como la única salida y salvación, la resistencia activa no parece ser una mera posibilidad, debería constituir una obligación de todos.

Sin siervos temerosos y menguados, como expresó hace más de un siglo Juan Fernández Ferraz, difícilmente a los déspotas les sea posible instalarse y estar a sus anchas.

No está de más aclarar que, al hablar de déspotas, no me refiero exclusivamente a los deslucidos figurines que amenazan la democracia liberal, tiranos que alimentan el odio contra los más vulnerables, descubren chivos expiatorios hasta debajo de las piedras e incentivan la ignorancia y la desinformación en masa desde altos cargos ejecutivos. Esta calaña de dictadorzuelos se reconocen con facilidad y, tarde o temprano, quedan expuestos ante la misma multitud que los colocó en el pedestal.

Lo que considero más peligroso, si se me permite el término, son las expresiones tiránicas institucionalizadas y la gente vulnerable al cambio de jefaturas y refractaria a toda crítica que no sea homologada por sus superiores, gendarmes del statu quo.

Se trata de un contingente de acólitos incondicionales del poder de turno —como ocurría con las llamadas “bestias judías”, de la estofa de Mordechai Chaim Rumkowski y Abraham Gancwajch, aún más viles y sanguinarios que los “señores” a los que respondían con la mirada baja—, que se acomodan a la cartilla de condiciones que se les entregue, sin reparar en las consecuencias. Parapetados en la oscuridad del servilismo irreflexivo, se convierten en auxiliares del poder, ¡y eso les basta y sobra!

Como dijo la activista boliviana Silvia Rivera Cusicanqui, el fenómeno podría ser sintomático de cierto colonialismo interno o mental, que nos compele a la cobardía y el conformismo. Por el contrario, volviendo a la anécdota de Sampedro, es preciso entender que, sin importar la clase social o el cargo que desempeñemos, nuestra dignidad y la de otros debe ser defendida a muerte, aunque la postura sea incómoda, aunque nos traiga consecuencias negativas, aunque nos acusen y vilipendien, pues el fascismo gusta de ataviarse con los más vistosos ropajes, a efectos de convencer sobre la pertinencia y utilidad de los más reprensibles actos.

Al fin y al cabo, como el obrero de la historia, deberíamos mirar al capataz a los ojos, sin importar su altura, y gritarle “¡en mi hambre mando yo!”.

karman023@gmail.com

El autor es abogado.