El vínculo educativo

Impera una reducida visión en la que el saber es considerado tan solo un aparato más

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Presuponemos que la escuela es un espacio en donde ocurre el proceso a través del cual nos constituimos en sujetos, un lugar responsable de transmitir el legado cultural, soporte de los discursos endogámicos y exogámicos que representa el soporte social.

El docente, como adulto responsable del acontecimiento educativo, junto con la función de enseñar, tiene a su cargo participar en esa constitución subjetiva que permitirá colocar al sujeto (niño o adolescente), en su singularidad, frente al conocimiento, la cultura, la autoridad, los adultos en general y los pares en particular, y que, además, será el sostén del proceso de enseñanza y aprendizaje.

Asimismo, comprendemos que la educación se sostiene en una práctica que no debe prescindir de la presencia de un tercero, necesita de un mediador entre el sujeto y el saber, y esto es lo que recibe el nombre de vínculo educativo.

Para que haya vínculo, no basta con un grupo de estudiantes sentados frente a un docente o, en su defecto, un monitor con la imagen de un docente; no es esto lo que inaugura esa relación. El entramado simbólico-imaginario-real que conforma el vínculo educativo supone la puesta en juego de la singularidad de quienes participan en el proceso. En palabras más sencillas, el lazo se realiza entre dos partes que consienten o están dispuestas una a enseñar y otra a aprender.

Teniendo clara la importancia del papel de la subjetividad en este vínculo, y, a su vez, el peso de este último en el proceso de enseñanza y aprendizaje, no me atrevo a pasar por alto la reducida visión contemporánea en la que el saber es considerado tan solo un aparato más y que se procure exclusivamente para el servicio de la invención y elaboración de bienes tangibles e intangibles que inundan el mundo, de modo tal que la educación parece dirigida, en palabras de Jacques Lacan, a la producción de “cosas forjadas enteramente por la ciencia, simplemente estos trastitos, aparatitos y otros que ocupan hoy el mismo espacio que nosotros”.

Es decir, una sobreabundancia de chunches que hacen de semblante para sostener el poder, pero que no aseguran el logro de conocer más y mejor tanto la realidad que nos envuelve como la propia.

Gilles Lipovetsky hace referencia a ese individuo que ya no está obligado a la reverencia hacia la filosofía y las letras, un aventurero sin equipaje, sin texto y sin pasado, pues cree que aquello lo limita en su derecho absoluto de ser él mismo, y, así, construye en estas argumentaciones la veneración a la innovación.

Por lo que no es difícil formular que, en ciertos discursos, el tipo de saber que impera está definido por aquel que se negocia a un mayor valor. Una de las dificultades para salirse del discurso del “saber como consumo” radica en que el vínculo educativo no promete un encuentro absoluto que satisfaga completamente a los sujetos involucrados, como si lo hace la tecnología.

Dotar a escuelas y colegios de computadoras no funcionó, como tampoco lo hará “llevar” la inteligencia artificial a las zonas rurales. No hay que perder de vista que la ignorancia es el enemigo y no el aliado, por eso hay que reconocer que no vamos a encarar la catástrofe educativa disparando datos, ni solicitando respuestas al ChatGPT, porque si no reivindicamos el derecho al vínculo educativo, el futuro estará plagado de tecnófilos insensibles y analfabetos.

cgolcher@gmail.com

La autora es psicóloga y psicoanalista.