El Sanatorio Durán

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Motivado por las recientes publicaciones acerca del Sanatorio Durán, quisiera compartir mi historia. Hoy tengo 54 años, y hace 48 que mi madre fue internada en el Sanatorio Durán por problemas de tuberculosis. Mi familia, de Cartago, está compuesta por 9 hermanos, aunque en ese entonces éramos apenas 7.

Casi medio siglo después, recuerdo de mi infancia las visitas que realizaba cada domingo al Sanatorio, muy temprano, en la que junto a mis hermanos iba a ver a mi madre interna; recuerdo perfectamente el emocionante viaje en lo que llamábamos la “cazadora”, que nos permitía adentrarnos en bellísimos paisajes y miradores naturales, desde donde divisábamos Cartago, San José y el Valle Central. Además, me asombraba siempre el imponente y majestuoso volcán Irazú.

El viaje se me hacía eterno, quizás, porque la carretera era diferente a la de ahora, llena de piedras y polvo; tal vez, porque deseaba llegar rápidamente a ver a mamá. En el camino me entretenía viendo los hatos de vacas lecheras a la orilla del camino, hasta que llegábamos.

No olvido la entrada principal del Sanatorio, con sus hermosos jardines con cercas de amapolas, flores de hortensias, margaritas, calas y chinas.

Recuerdo las huertas de verduras sembradas alrededor para el abastecimiento del comedor, y producidas en abundancia gracias a que la tierra era muy fértil. Y allí, en aquel jardín, nos estaba esperando mi querida madre, siempre sonriente y serena.

Yo disfrutaba, también, esos viajes de domingo que aprovechaba para jugar en los jardines y brincar y corretearlos con otros niños que llegaban a visitar a sus parientes. No olvido los largos pasillos de mosaicos relucientes y de madera brillante, las escaleras que daban al segundo piso, los baños y servicios acondicionados para personas con discapacidad –lo cual en aquellos tiempos era una novedad– ni las salas de visita con sus grandes ventanales con olor agradable a pinos, tierra mojada y flores.

Cuando caía la tarde y, por supuesto, la neblina, lo más duro estaba por suceder' tenía que regresar, de nuevo, a mi casa sin mi madre, a punto de llorar y a veces llorando; siempre con el corazón partido en dos, esperando a que llegara el siguiente domingo para regresar de nuevo al hermoso Sanatorio Durán.

Ahora, al mirar hacia atrás, me doy cuenta de la bendición que fue para nuestra familia ese lugar, y pienso en esos sublimes recuerdos que marcaron mi niñez.

Por eso, hoy doy gracias a Dios por mi madre que tiene 87 años, y gracias al tratamiento recibido en el sitio y la humana visión del Dr. Carlos Durán.