El predicador y su audiencia

Todo mensaje que transmitimos tiene el propósito de hacer algo con quien escucha

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Los avances en la tecnología de la comunicación no han hecho decaer la importancia del discurso directo en la vida humana. La palabra hablada siempre es el medio principal de comunicación y esperamos de ella diversas cosas.

La predicación, es decir, la acción de publicar, hacer patente y clara una cosa, es tan importante hoy como ayer. Pero es necesario comprender la relación que existe entre el predicador y su audiencia, porque no solo las palabras transmiten información, sino toda persona que se dirige a otros.

Elección de frases, gestos, secuencia de ideas, tono de voz, acentuaciones o mitigaciones, figuras y muchas cosas más son importantes medios de transmisión de información. No todos estos medios, sin embargo, son evidentes de por sí.

Algunos son transmisores de mensajes implícitos, sutilmente diseñados para hacer claro a la audiencia de las relaciones que el predicador quiere establecer con ella. En otras palabras, los mensajes implícitos muestran qué tipo de dinámica social pretende crear el predicador.

Todo mensaje que transmitimos tiene el propósito de hacer algo con la audiencia. Queremos que el mensaje sea recibido y que aquel que nos escucha acepte nuestras proposiciones y actúe en consecuencia. Por ello, podemos entender el acto comunicativo también como un acto de poder: es un instrumento por medio del cual desarrollamos nuestra capacidad de incidir en el mundo.

Aunque en teoría todos podemos ser predicadores, hay unos que por su papel social tienen audiencias más grandes. Políticos, religiosos, maestros, profesores son ejemplos de predicadores con autoridad institucional. Decir que tienen autoridad no implica, de hecho, hablar directamente de su poder en referencia a la audiencia.

La institución les otorga la posibilidad de hablar de manera oficial en su nombre, pero cómo los mensajes emitidos por ellos se traducen en relaciones de poder, es un problema diferente.

El predicador emite un mensaje con el fin de hacer pública una información. Él puede pretender que esta información sea simplemente asumida como verdadera, por lo que se coloca como fuente del conocimiento.

Conocemos bien a aquellos predicadores que se presentan a sí mismos como depositarios de una verdad incuestionable. Pero no es la única forma de predicación, quien habla puede ofrecer la información como necesitada de comprobación y, por ello, se siente en la necesidad de explicar el porqué de sus afirmaciones.

En este caso, busca que la audiencia siga un razonamiento, se interrogue acerca de la realidad desde una perspectiva determinada y, por ello, el predicador necesita ser claro, objetivo y riguroso en su exposición.

La audiencia, por otro lado, puede ver las cosas desde otra perspectiva, ya que cuando alguien intenta probar un argumento inmediatamente presenta la debilidad de su información al hacer evidente desde cuál perspectiva habla y que nunca es absoluta. Mientras que en el primer caso no hay oportunidad de diálogo, en el segundo, audiencia y predicador se encuentran en el mismo plano de autoridad.

Aquí está el centro de la cuestión: ¿Cómo percibe el predicador a su audiencia, cómo la trata? Cuando el predicador intenta demostrar su superioridad con respecto a su audiencia, tiene que denigrarla, hacerla sentir culpable o, bien, ignorante.

Por eso usa subterfugios en la comunicación: grita, se enoja, refunfuña, frunce el rostro, golpea, en fin, asume el papel del gorila dominante que tiene que impresionar a sus súbditos para que le teman.

La audiencia puede percibir con claridad el mensaje, puede ver el espectáculo, pero no necesariamente asumir el rol que el predicador le quiere otorgar. Cuando la audiencia en otro contexto comunicativo relativiza o ridiculiza las palabras del predicador, nos encontramos delante de un acto de rebeldía y de un anhelo de libertad.

No siempre es posible desafiar directamente al predicador, a veces los contextos no lo permiten, pero nada impide que se hable en otros espacios y con otras personas de las pretensiones del predicador. Cuando esto ocurre, poco a poco las palabras del predicador pierden autoridad, y si representa a una institución, esta se debilita.

También está el predicador que engaña, que intenta parecerse a aquel más humilde que explica su posición y que considera a la audiencia como su igual. Pero en el fondo no es así, su pretensión es encontrarse en una situación de superioridad, convertirse por medio de su discurso en un líder.

Por ello, hace depender de su persona la eficacia de toda su comunicación, describiendo la información que ofrece como indisolublemente unida a sí mismo y como un elemento indispensable para la vida de los demás.

El razonamiento esgrimido poco a poco se torna despótico, pero de forma vedada. A la audiencia le parece que hay consonancia entre ella y el predicador, pero en realidad hay un desequilibrio narcisista en la comunicación.

El discurso presenta una imagen del predicador que se impone como elemento unificador de la verdad. La relación entre el predicador y la audiencia se vuelve opresiva y esclavizadora. En efecto, la verdad no depende de una persona, aunque muchos lo piensen. Tarde o temprano este tipo de discursos se agotan y terminan por ser evidente su falsedad.

Aunque parezca extraño, la predicación que genera libertad y solidifica los lazos de solidaridad social, no es aquella que ofrece respuestas a los problemas, sino la que produce el deseo de continuar preguntándose acerca del sentido de la información que ha sido recibida.

Cuando un discurso nos envuelve por su claridad, humildad y sencillez, nos sentimos motivados a continuarlo desde las propias perspectivas e, incluso, a cuestionar lo que la predicación nos ha propuesto. Porque la auténtica comunicación no es exclusiva, sino inclusiva de una multiplicidad de formas de comprender lo real.

Comunicarse es, también, interpretar lo que acontece, lo que somos, la historia y nuestras relaciones interpersonales, pero de manera subsidiaria, porque toda perspectiva es carente y necesita de complemento para ser eficaz.

Una conclusión se implica de esto: solo quien se siente necesitado de su audiencia para que ella sea colaboradora en la búsqueda de la verdad, es un buen predicador. La razón es simple, únicamente de esa forma quien recibe nuestro discurso es considerado un igual. Y es aquí donde el predicador comienza a tener la autoridad de aquel que es un verdadero apasionado de la verdad.

El autor es franciscano conventual.