El poder y el mal

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La académica judía Hannah Arendt desarrolló el concepto sobre la banalidad del mal. Así explicó las conexiones entre conciencia, juicio y razonamiento, y cómo ese circuito es destruido por las ideologías. Arendt descubrió la naturaleza banal del mal, gracias a la oportunidad de participar como oyente en el juicio al que fue sometido Adolf Eichmann, a principios de la década de 1960, por el Estado israelí.

Manifestación política del mal. Arendt advierte que la manifestación política del mal tiene otras formas de expresión que no se limitan a la típica soberbia de la que son capaces las almas pérfidamente orgullosas. El mal no proviene, exclusivamente, de la mente maquinadora y típicamente maligna. En esa época, el criterio generalizado que se tenía de los nacionalsocialistas era que, por haber ejecutado con tal ignominia el genocidio contra los gitanos y el pueblo de Israel, no había otra explicación sino que todos cuantos habían intervenido en la organización sistemática e industrial de los campos de exterminio no podían haber sido gente ordinaria, sino verdaderos monstruos.

Sin embargo, Arendt se impacta al descubrir que Adolf Eichmann no era la personificación de un geniecillo demoníaco, sino un tipo ordinario y procaz. Un tipo mediocre, sin mayores pretensiones y carente de la más mínima grandiosidad malévola. No era Gilles de Rais, ni menos aún Calígula. No había resabio alguno en Eichmann que pudiese siquiera revelar convicciones propias ni motivaciones particularmente perversas. De su comportamiento pasado, pruebas anteriores al juicio, y durante el proceso, la única característica importante que se le detectó a Eichmann no fue la estulticia, sino una falta de reflexión, tan usual en las almas mediocres.

Sin criterio ni carácter. Eichmann asumía las frases bonitas y elaboradas sin objetar, y no tenía la valentía de oponerse. Como no aplicaba discernimiento moral alguno, obedecía a pie juntillas los novedosos códigos ideológicos. Cuando se convertían en las nuevas opiniones mayoritarias, Eichmann era el típico ciudadano que asumía, obediente, las “nuevas corrientes de pensamiento”. Algo que, por cierto, es tan usual hoy, tal y como en el viejo aforismo popular: “¿Adónde va Vicente? Adonde va la gente”. Así, pues, la idolatría del poder como único criterio para valorar a las personas y sus decisiones; en esencia, ausencia de criterio y de carácter.

Eichmann se limitó a sumarse al nuevo código moral que empezó a imperar en el entorno anticristiano del neopaganismo nazi, tal como lo habría hecho, de haber vivido en una sociedad con cualquier otro código moral. Como era un hombre sin carácter, aceptó sin vacilación la “nueva moral” que, cual reciente moda, se impuso en la Europa del reich alemán. Como Vicente va “adonde va la gente”, su sentido de justicia no fue conmovido por las excéntricas órdenes estatales.

Según sus propias palabras, lo que cauterizó su conciencia fue el hecho de que la mayoría popular había asumido los nuevos códigos morales que la moda ideológica impuso. Simplemente, su conducta armonizó con la nueva legalidad y la norma general imperantes. En un contexto social corrompido moralmente, Eichmann, el responsable de la logística de transportes del genocidio judío, halló plenamente normal hacer lo que hizo.

Obtener poder. Si no hay líderes que hagan buena filosofía política, el ágora pública es mediocre. Pero una cosa es la buena filosofía política y otra, muy diferente, los condicionamientos ideológicos como pretexto para lograr el poder. He dedicado mi pluma al combate de aquellas peligrosas ideologías que, simplemente, son un conjunto de creencias que responden al interés particular de grupos afanados en eso: obtener poder. Ideologías que dan por sentadas convicciones que, en la gran mayoría de los casos, no tienen fundamento en la realidad. Aún recuerdo, con sincero asombro, la entrevista hecha a alguna activista de la hoy tan en boga ideología de género. Fue en agosto del 2012, en el periódico La Nación. En ella, la entrevistada se atrevió a afirmar, sin sonrojo alguno, que la maternidad “no era algo natural”, sino una imposición patriarcal. ¡De antología!

No importa que los enunciados de la ideología que se defiende, no se ajusten a la realidad e, incluso, como en el ejemplo anterior, que evidentemente no se ajusten. Lo esencial es que dirijan el comportamiento. Y es que la ideología es una programación mental. Sean justificados sus predicados, o no, al final resultan un conjunto prescriptivo y sistemático de conductas condicionadas. Una programación mental que, en algunos casos, lleva a la estupidez, pero, en la mayoría de las ocasiones, al mal. Así como, en la primera mitad del siglo XX, miles de alemanes se convencieron, por una ideología, de que a los judíos y a los gitanos había que exterminarlos porque eran una raza inferior, así también, hoy, miles de jóvenes adoctrinados creen a pie juntillas que “la maternidad no es algo natural, sino una imposición patriarcal”.

Secuestro del lenguaje. Existe una irresponsabilidad intelectual de quienes, con frecuencia, difunden ideas polémicas por el simple afán de protagonismo, por el esnobismo y la exaltación que, por sí solo, produce el vértigo del cambio. Para lograr el objetivo, lo primero que la ideología debe hacer es corromper el lenguaje. En este sentido, recomiendo la obra El secuestro del lenguaje, de Alfonso López Quintas, catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, quien explica la gradual y progresiva estrategia de perversión del lenguaje como herramienta para manipular a la sociedad y a las mentes simples.

Así, por ejemplo, según el lenguaje de los novedosos y modernos códigos morales que pretenden imponernos, lo “digno” no es llevar con valor la muerte hasta su desenlace natural, como testimonio de vida o hasta con la esperanza de una posible sanidad, sino que, ahora, lo “digno” es suicidarse con asistencia, y lo contrario –sobrellevar la muerte natural– es, por consecuencia, “indigno”.

En el nuevo lenguaje, no se aborta o se asesina una vida en el vientre materno, sino que, más bien, se ejerce un “derecho sexual reproductivo” y “de emergencia se interrumpe el embarazo.” Esencialmente, el secuestro del lenguaje.