El médico y el tirano

Si Hugo Spadafora viviera, estaría luchando sin descanso para liberar a Venezuela

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“Muerte de Manuel A. Noriega cierra un capítulo de nuestra historia; sus hijas y sus familiares merecen un sepelio en paz”, publicó Juan Carlos Varela, presidente de Panamá, en Twitter el pasado 29 de mayo. La realidad es que la muerte de Noriega revivió una de las partes más ominosas de la historia panameña y latinoamericana.

Manuel Antonio Noriega nació en Guachimango en 1934; se formó como militar y desde joven fue reclutado por la CIA como fuente de inteligencia y pieza clave para la canalización de armas y recursos de los Estados Unidos a varias fuerzas contrainsurgentes de Latinoamérica; según cuentan algunos medios, eso no le impidió hacer tratos con Fidel Castro y la URSS. La parte más rentable de su carrera fue el tráfico de drogas; su vínculo con el Cartel de Medellín le permitió amasar millones, pero hizo que pasara de aliado de EE. UU. a ser uno de los hombres más perseguidos por la agencia antidrogas, condenado por los tribunales estadounidenses y, más tarde, por los de Francia.

Noriega forma parte de ese grupajo de tiranos que han llenado de vergüenza y de sangre la historia latinoamericana; peor aún, fue de los primeros narcodictadores. Durante su tenebroso régimen, sumió a Panamá en una gravísima crisis socioeconómica y reprimió brutalmente a la oposición. Los valientes que se le enfrentaron fueron perseguidos, apresados, desaparecidos o exterminados. Uno de ellos se llamó Hugo Spadafora Franco.

El opositor. Hugo Spadafora nació en Chitré en 1940. Sus padres le inculcaron un hondo sentido cívico y espíritu de servicio. Su vida fue la encarnación de sus ideales de justicia social y libertad. Se graduó de la secundaria con excelencia y ganó una beca para estudiar Medicina. Así fue a dar a la prestigiosa Universidad de Bolonia, Italia, donde se identificó con las ideas socialistas imperantes, las cuales lo llevaron a unirse poco después a la revolución por la independencia de Guinea-Bisáu. Más que empuñar armas, en Guinea sirvió como médico a los independentistas dirigidos por el mítico Amílcar Cabral.

De regreso en Panamá a fines de los años 60, formó una familia, ejerció la medicina y se involucró con las guerrillas urbanas que se opusieron a Omar Torrijos. Por ello fue detenido y encarcelado. Luego de su liberación, llegó a entablar una rara amistad con Torrijos, quien le encargó el Viceministerio de Salud y la integración del Ministerio con la seguridad social. Cuando se rumoraba que sería ascendido a ministro, renunció para ir a Nicaragua a luchar contra la dictadura somocista. Conformó la brigada Victoriano Lorenzo, la que comandó hasta el triunfo de la revolución sandinista.

Regresó a Panamá como héroe. Por ese tiempo se hicieron más evidentes los roces con Noriega, uno de los hombres de confianza de Torrijos y director del G-2, el temido servicio de inteligencia panameño. Advirtió a Torrijos de que Noriega era corrupto y narcotraficante; aquel desoyó las advertencias y en 1981 murió en un accidente aéreo supuestamente ordenado por Noriega. Entonces, Hugo asumió con mayor determinación la cruzada contra Noriega.

Costa Rica fue su segunda patria. Aquí se casó en segundas nupcias con la costarricense Arianne Bejarano, desde aquí hacía planes para acabar con las dictaduras centroamericanas y organizó su segunda incursión a Nicaragua, esta vez a combatir contra los comandantes sandinistas que habían traicionado los ideales de la revolución. Pero su causa primordial era liberar a Panamá del yugo de Noriega.

Muerte. El 12 de setiembre de 1985, Hugo pasó a visitar a mi padre, el Dr. Vladimir Gordienko, amigo desde sus años de universidad en Bolonia. Además de disfrutar de las largas conversaciones, mi padre le donaba medicinas para aliviar las penurias de los misquitos junto con los que luchaba en Nicaragua.

Hugo lo visitó la víspera de ir a Panamá a recabar las últimas pruebas que creía necesarias para denunciar formalmente a Noriega por corrupción y narcotráfico ante los tribunales y ante el pueblo panameño. Mi padre le pidió que no fuera; se sabía que Noriega se la tenía jurada. Pero Hugo creía que corría más peligro en Costa Rica que en Panamá, “porque si me mata allá, todo el mundo sabrá que fue por órdenes de él”, dijo.

El viernes 13, después de cruzar Paso Canoas, almorzó y tomó un bus hacia David. Nunca llegó. El sábado 14, en un río en la frontera sur de Costa Rica, fue hallado su cuerpo golpeado, sin uñas, sin genitales y sin cabeza.

Al mandarlo a matar, Noriega creyó que afianzaría su poder y encubriría sus crímenes; por el contrario, firmó su propia cadena perpetua. La indignación que provocó en Panamá y en el mundo el martirio de Hugo fue determinante para la posterior caída del dictador.

El 24 de junio del 2015, desde la cárcel, Noriega declaró: “Quiero cerrar el círculo de la era militar: pido perdón si he hecho daño a alguien”. Ese remedo de disculpa fue claramente insuficiente. Al menos queda el consuelo de que tras ser derrocado nunca más vivió en libertad; desde principios de 1990, acusado de blanqueo de dinero, narcotráfico y otros crímenes, pasó en prisión en Estados Unidos, Francia y Panamá.

Lamentablemente, se llevó a la tumba muchos secretos de su régimen de terror. Sin embargo, en alguna medida concuerdo con el presidente Varela: los pueblos tienen el deber y el derecho de sanar sus heridas y perdonar; pero nunca deben olvidar.

La faz de América Latina ha cambiado mucho desde el asesinato del Dr. Spadafora. La democracia, si bien construida sobre instituciones débiles y minada por la corrupción, ha ido desplazando a las dictaduras militares con pocas excepciones, como Venezuela, cuyo dictador no solo es sospechoso de varios delitos como los de Noriega, sino que ha arrastrado a su nación a una tragedia política, social y económica.

Si Hugo Spadafora viviera, sé que estaría luchando sin descanso para lograr el restablecimiento de la libertad y la democracia en Venezuela. No debemos olvidar la historia para evitar que haya más mártires latinoamericanos.