El matonismo en el trabajo

Fumigar, en la jerga del sector público, es confinar a alguien en un lugar pequeño y sin compañía, quitarle todas sus funciones

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Hace muchos años, de un día para el otro, vi a un compañero, que ocupaba una oficina cercana a la mía, aparecer en el sótano. El lugar era, como todo sótano, poco iluminado, muy húmedo y aislado, ocupado por máquinas viejas, algunas cajas y un pequeño escritorio, con su computadora, que sería el nuevo centro de trabajo del colega. Cuando pregunté qué pasaba, una compañera respondió con la voz muy baja: lo fumigaron.

Fumigar, en la jerga del sector público, supe en aquel momento, es confinar a alguien en un lugar pequeño y sin compañía, quitarle todas sus funciones —dejándolo sin hacer nada—, ponerlo a hacer algo que corresponde a un puesto inferior al suyo, cortarle fondos al proyecto a su cargo, etcétera.

Fumiga quien tiene el poder, como reacción a algo que no le gusta de una persona que, así, se ve reducida a insecto. Puede ser que piense distinto a su jefatura, que haga muy bien su trabajo, que sea popular, que tenga ideas innovadoras, es decir, por lo general, se hace por inseguridad y envidia.

¿Quién de ustedes que me lee no ha tenido cerca a una persona que desata su venganza y usa todo medio a su alcance como reacción contra algo que la molestó?

En el ambiente laboral, el fumigado es un ejercicio de poder extremo que busca aniquilar al objeto del odio, borrar toda subjetividad de su víctima para dejarla como una caricatura borrosa y sospechosa. Tiene múltiples mecanismos para actuar, además de las descritas antes. Suele funcionar diferente si se dirige el odio contra una mujer que contra un hombre.

En el primer caso, un dispositivo muy usado es difundir comentarios —generalmente de tipo moral—, como chismes que afirman que es mala, problemática, dictadora o chismosa. Incluso, puedo afirmar que las mujeres somos las candidatas naturales para que nos apliquen la fumigadora, pues muchas de las oportunidades laborales que llegamos a obtener están condicionadas a un comportamiento modesto, silencioso o servil; de otra forma, es común que se nos nieguen, por definición, ascensos, becas, viajes o reconocimiento público, o que se ignoren nuestros informes, publicaciones y trabajo, y se nos excluya, tácitamente, de puestos políticos honorarios.

En su lugar, resulta recurrente atentar contra nuestro prestigio como medio para desquitarse de lo ofensivo que resulta que tengamos criterio y amor propios.

Aunque no en todo lado se llame igual —fumigar—, es un comportamiento de lo más común, aparte de curioso: ¿Cómo es posible que en la mayoría de las ocasiones parece que lo soportamos con paciencia y obediencia casi monásticas?

Por alguna razón, damos por sentado que alguien se ensañe contra lo que hacemos o contra nuestra humanidad porque como cultura nos hemos acostumbrado a padecer a los demás y a que el trabajo sea una de las principales fuentes de mortificación y sufrimiento, como lo demuestran las investigaciones de Christophe Dejours y otros más.

Entiendo que nos da miedo hacer algo y que nos despidan. Comprendo también que tenemos la fantasía de que si aguantamos en algún momento acabará. Pero debemos tomar este problema cultural en nuestras manos, empezando por hablarlo como lo que es, un hecho condenable, de forma que sea cada vez más repudiable. De manera que quienes lo practican gocen de mala fama, no sus víctimas.

Así, el trabajo —llevado a cabo con ética y dedicación— no será el tubo por donde se nos vaya la vida, sino una fuente más de pasión y gusto.

isabelgamboabarboza@gmail.com

La autora es catedrática de la UCR.