El largo adiós

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Los Ángeles, 1933. Raymond Chandler describe la ciudad: “Durante 24 horas al día alguien está huyendo y alguien intenta atraparle. Allí, en la noche de los mil crímenes, había gente que moría, sufría mutilaciones, se cortaba con vidrios rotos, moría aplastada tras el volante de un coche o bajo pesados neumáticos. Había personas golpeadas, robadas, estranguladas, violadas y asesinadas. La gente estaba hambrienta, enferma, aburrida, desesperada por la soledad, el remordimiento o el miedo, era colérica, cruel, frenética o se estremecía en sollozos. Una ciudad que no era peor que otras, rica, vigorosa, llena de orgullo, una ciudad perdida, apaleada, llena de vacío”.

Este cóctel de miseria humana llenó los puestos de revistas de una literatura única, indefinible, allá por 1920 y 30: Black Mask ( Máscara negra ) se llamó su revista emblema y por aquellas páginas desfilaron cuentistas de neta calidad, no lo bastante conocidos. Al ya citado Chandler, cabe agregar el nombre de Dashiell Hammett, de Carroll John Daly y un nutrido etcétera.

Por el párrafo del inicio, es fácil intuir que la narrativa al uso –la vieja novela policiaca, Poe, Conan Doyle o Agatha Christie– no satisfacía ya las expectativas del nuevo lector. Lo destaca el propio Chandler en su ensayo El simple arte de matar , cuando, al referir el papel de Hammett en la historia del género, afirma que este “devolvió el asesinato al tipo de personas que lo cometen por algún motivo, y no por el solo hecho de proporcionar un cadáver; y con los medios de que disponían y no con pistolas de duelo cinceladas a mano, curare y peces tropicales”. En otras palabras, lo que hizo Hammett fue “sacar el crimen del jarrón veneciano y llevarlo a la calle”.

He aquí la síntesis de un proceso que alguien llamará después “novela negra” y que pasó al libro, el cine y la TV, y que sigue ahí…, pero que hoy carece de su garra originaria. Porque falta un signo medular, severo: el código ético del sabueso, su integridad a rajatabla.

Un día corriente. No había mucho que hacer aquella soleada mañana de marzo, narra Adiós, muñeca (1940). Philip Marlowe, el detective de Chandler, esperaba en su oficina del sexto piso a su cliente, un peluquero que pegó el faltazo. Dado que la peluquería no quedaba lejos de la oficina, Marlowe decide echar una mirada al lugar. Frente a la barbería cerrada, le llaman la atención los parpadeos luminosos del Florian’s, un bar casi tan oscuro como el alma de sus contertulios. Un gigantón, de impresionante físico, se le pone a la par. También él mira directo al bar, hipnotizado, anhelante. El hombre, pronto sabremos que se trata de Iniciativas Malloy, goza de su primer día libre tras una prisión que nunca llegó a entender. Su vestir extravagante despierta la curiosidad pública. Sin decir ni b, el tal Iniciativas entra rápido por la puerta batiente del antro y, por la misma puerta, en menos de un segundo, sale el portero negro del local arrojado como una bolsa de basura. En seguida, Malloy toma a Philip del brazo y lo sube con él un piso más arriba, donde habrá más gente y seguro que más líos.

Por el mero acto de presenciar la escena, Marlowe se hace parte de la aventura. Iniciativas busca a una persona, a quien vio en el Florian’s en su última hora libre, años ha, y la suya es una búsqueda (¡quién lo diría!) romántica. Sí, el hombrón es un gigante cargado de sentimiento que daría vuelta el mundo para lograr su meta: hallar a su Velma; y aquí aún falta revisar ese piso y el tercero; y hay más porteros, pistolas, navajas, escondites… ¡y a quién le importa su feriado!

El vértigo de las cosas, fatal, nos pone rápido en contacto no solo con bribones del montón, sino que catapulta al bueno de Philip a la sociedad en su conjunto, incluyendo fiscales de distrito, políticos de alto rango, magnates de las finanzas, jueces, policías. El ritmo es demoledor, el método de operación lo exige y es un método curioso, de apenas una regla, “ir a las cosas mismas”: a los sitios de peligro –traduzco–, con la idea fija de revolver su orden, el falso “orden de cada cosa en su lugar”.

El conjunto de la sociedad, al contrario de lo que aparenta, no es un hito hacia la civilización y la justicia, sino lo inverso. La ley, dirá el detective, desengañado al cabo de cada uno de sus casos, “está donde la compres”.

Y Marlowe se lo dice a los mismos ejecutores de la ley, uniformados y corruptos: “Hasta que ustedes sean dueños de sus propias almas, no lo serán de la mía. Hasta que se pueda confiar en ustedes en cada caso y siempre, en cualquier circunstancia, y no dejen de buscar la verdad hasta que la encuentren, caiga quien caiga, hasta entonces yo tendré derecho a escuchar a mi conciencia y proteger a mi cliente del mejor modo que pueda. Hasta que esté seguro de que ustedes no le harán daño ni falsearán la verdad. O hasta que me arrastren ante la presencia de alguien que pueda hacerme hablar”.

Él cuenta con esta fuerza suya –la verdad– y el afán de buscarla y hacerla cumplir. Cobra 25 dólares por sus servicios y los gastos. ¿Queda claro?

Triste, solitario y final. El 26 de marzo se cumplirán 55 años de la muerte de Raymond Chandler, ocurrida en La Jolla.

Para quienes no han leído su obra, les voy a recomendar tres novelas: El sueño eterno ; Adiós, muñeca ; y El largo adiós ; y, por lo menos, tres cuentos: Gas de Nevada , Sangre española , El rey de amarillo .

Nacido en Chicago, vivió de jovencito en Inglaterra y el hecho de alternar ambas culturas benefició su prosa, facilitada por un oído de primera para el habla corriente y el manejo de un doble slang.

El largo adiós (1953) fue su obra más densa y audaz, no solo porque puso en la picota todo lo que sabía sobre un tipo de escritura que desorientó a la crítica, sino porque llevó a un extremo la propia idea del detective como catalizador y allí optó por incluir –en su libro capital– la necesidad de amistad y de amor en la trama novelesca y la vida de sus personajes, consciente del riesgo y de la grandeza que esto implica. Y del límite que orillaba.

“La primera vez que posé mis ojos en Terry Lennox, este estaba borracho, en un Rolls Royce Silver Wraith, frente a la terraza de The Dancers”. He aquí el inicio literal , aséptico de El largo adiós. Pero ¿qué pasa después? Después viene la simbiosis narrativa, las emociones que nos toman por asalto, el ser y no seguir siendo a la vez: “Usted compró mucho de mí y por nada, Terry. Por una sonrisa, una inclinación de cabeza, un saludo con la mano y algunas copas tomadas de vez en cuando en un bar tranquilo y confortable. Fue agradable mientras duró. Hasta la vista, amigo. No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final”.

Solo me queda rogar para que la memoria de la humanidad lo retrate en un momento feliz y preciado. Algunas copas, un bar tranquilo y confortable, la ilusión de una amistad; y desear que las copas sean de su bebida favorita, el gimlet , cuya receta le pertenece sin discusión: mitad gin , mitad de jugo de lima de Rose y nada más. Puro, veloz y contundente. Como él. Como su literatura.