El hacedor de mitos

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Aunque para entender la importancia de Gabriel García Márquez basta con leerlo, ¿por qué es tan importante? A pesar de los homenajes que se han tributado con motivo de su fallecimiento, es difícil dimensionar lo que significó la publicación de Cien años de soledad en 1967, al punto que opacó el Premio Nobel otorgado ese año a Miguel Ángel Asturias, y el guatemalteco no se lo perdonó jamás.

Hace 50 años no existían los autores superventas, tal y como los conocemos ahora, y García Márquez se convirtió en el primer escritor global nacido en el Tercer Mundo y leído internacionalmente. El argentino Ernesto Sábato se preguntaba si los griegos habían concebido La Ilíada o si había sido al revés, y es posible decir lo mismo sobre el colombiano. La imagen que tenemos en la actualidad de Latinoamérica es inseparable de la mitología que fundó para hacerla visible. Él no la inventó, pero la convirtió en fábula.

Cien años de soledad colocó un mueble nuevo en las casas de clase media, la biblioteca, y estimuló una función social, la lectura por fascinación o diversión. Al lado de las enciclopedias y los llamados clásicos universales aparecieron las obras de un desconocido escritor que todos se arrebataban de las manos. Y no fue una moda pasajera.

En 1982, la consagración que significó el Premio Nobel de Literatura también implicó lo que una editorial colombiana llamó la “gaboteca”: la reedición de sus obras en una sola colección. Un año antes, Crónica de una muerte anunciada se vendía en tirajes de más de un millón de ejemplares cada uno. Esa fue la primera vez que sucedió y, probablemente, no se repetirá nunca más.

García Márquez es completamente original y, a la vez, heredero de una narrativa del Nuevo Mundo que se remonta a los cronistas de Indias, de los siglos XVI y XVII, para culminar con la modernidad literaria de Borges, Carpentier, Rulfo y Cortázar, entre otros. Si bien cristaliza un proceso de autoafirmación de la épica americana, Cien años de soledad parece borrar todo lo anterior para fundarse en sí misma, como si estuviera escrita en otro idioma, el suyo propio, o la literatura comenzara con ese memorable “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…”, donde resuena el “había una vez” de la tradición oral.

Un antes y un después. Su iridiscencia marca un antes y un después en la ficción contemporánea, que por varias décadas vivió el ahora de la novela total –el dominio absoluto de García Márquez– y fue más allá de la cosmovisión iberoamericana para internarse en las fuentes originales, los mitos, que nos llevan a los mitos que están debajo y que son las historias ancestrales de la humanidad.

No cabe duda de que la literatura latinoamericana fue la más importante del mundo en la segunda mitad del siglo XX, a la altura de la que representó en la primera mitad la novela norteamericana, o el realismo ruso, en el siglo XIX. Pero García Márquez supera el movimiento del que fue asidero para adueñarse de las palabras de la tribu humana y de las posibilidades infinitas del acto de narrar.

El coronel Aureliano Buendía recuerda el momento en que conoció el hielo y en realidad vuelve al principio de los tiempos, al nacimiento de la memoria, el lugar en que se dan la mano el pasado y el presente: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.

El cataclismo adánico que estalló con Cien años de soledad proviene de su tono legendario, templado por la fatalidad griega y la estructura circular del relato popular, que no deja escapar al lector. En su imaginario, la lluvia es una reminiscencia del diluvio universal y cada gesto remeda el pecado original y el destino inexorable, porque en el mundo antiguo todo estaba predestinado. Los Buendía son un linaje del Mediterráneo afroamericano –el Caribe–, pero el narrador lo transmuta en la historia de la especie humana, en la sucesión de genealogías desde la bíblica salida de Babilonia, al ritmo de los nombres repetidos.

En el momento en que se publica la novela, no solo medio planeta emerge de la larga noche colonial, sino que abandona la aldea, donde vivió por siglos, y se desarraiga en la jungla de asfalto. La identidad tradicional salta en mil pedazos. La nostalgia de ese paraíso perdido, dominado por la memoria, es lo que fermenta las fábulas de García Márquez.

Deuda impagable. La amenaza mayor de Macondo es la peste del olvido –ácido que corroe las antiguas civilizaciones hasta disolverlas– y por eso hay que inventar la escritura. Ponerle nombre a las cosas. En aquel mundo, encerrado en el atavismo de las palabras, cada sonido tiene la fuerza de un conjuro y maldecir es suficiente para causar la muerte. Ningún otro escritor en el siglo XX comprende mejor la lenta descomposición de la cultura patriarcal y le rinde culto a su violencia ritual. Sus grandes novelas son maravillosas y terribles ceremonias de brutalidad, códigos de honor y deshonra, pecado y culpa. La cólera divina que está reservada a los hombres.

Salman Rushdie, Mo Yan –premio nobel de literatura 2012–, el nigeriano Ben Okri y otros narradores anglo-indios, asiáticos, chinos y africanos, para no hablar de los latinoamericanos, se descubrieron en contacto con la obra de García Márquez. Este movimiento poscolonial, descrito gráficamente como “el retorno de las carabelas” por el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, transformó lo que hasta entonces entendíamos por literatura occidental. De pronto, lo marginal se transformó en el centro de lo que somos. Esta es la deuda impagable que el siglo XX contrajo con el novelista colombiano. Nada menos.

Escritor extraordinario. Cuando García Márquez se devolvió de Acapulco, en 1965, y se puso a escribir Cien años de soledad, ya era un escritor extraordinario, aunque desconocido. En ese instante de iluminación descubrió el fuego sagrado de su oficio: la forma de contar la historia que llevaba en sus entrañas. Decidió hacerlo como su abuela le relataba de niño los cuentos de aparecidos, como hicieron los rapsodas, bardos y trovadores para atesorar la memoria de la humanidad sin que sus atónitos oyentes se perdieran en los meandros y vericuetos de la narración.

Contó sus historias como si fueran orales, hechas de rumores y leyendas dichas de pueblo en pueblo, en las que aún reverberan la superstición y la magia de los mitos populares del Caribe.

La tradición oral mitifica los hechos, en una alquimia que convierte lo ordinario en admirable, y los vuelve fábulas.

Su otro gran hallazgo fue hacer relucir la lengua castellana como no se hacía desde el Siglo de Oro.