El fin de la guerra siria

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NUEVA YORK – Siria constituye actualmente la mayor catástrofe humanitaria y el punto conflictivo geopolítico más peligroso del mundo. El pueblo sirio está atrapado en un baño de sangre, con más de 400.000 muertos y 10 millones de desplazados.

Violentos grupos yihadistas respaldados desde el exterior saquean despiadadamente el país y se aprovechan de su población. Todas las partes involucradas en el conflicto –el régimen del presidente Bashar al-Asad, las fuerzas anti-Asad apoyadas por EE. UU. y sus aliados, y el Estado Islámico– han cometido y continúan cometiendo graves crímenes de guerra.

Es tiempo de encontrar una solución, pero esta debe basarse en una explicación realista y transparente de la causa inicial de la guerra.

Esta es la cronología: en febrero del 2011 se llevaron a cabo protestas pacíficas en las principales ciudades de Siria, como parte del fenómeno regional llamado Primavera Árabe”. El régimen de Asad reaccionó con una cambiante combinación de violenta represión (disparó a los manifestantes) y ofertas de reforma. Pronto, la violencia escaló. Los oponentes de Asad acusaron al régimen de usar la fuerza sin restricciones contra civiles, mientras que el gobierno señaló las muertes de soldados y policías como evidencia de que entre los manifestantes había yihadistas violentos.

Parece probable que ya en marzo o abril del 2011 hayan comenzado a ingresar a Siria combatientes suníes y armas para luchar contra el régimen desde los países vecinos. Las declaraciones de muchos testigos se refieren a yihadistas extranjeros involucrados en violentos ataques contra la Policía (esos informes son, sin embargo, difíciles de confirmar, especialmente casi cinco años más tarde).

EE. UU. y sus aliados regionales trataron de empujar a Asad fuera del poder en la primavera del 2011, creyendo que caería rápidamente al igual que Hosni Mubarak en Egipto y Zine El Abidine Ben Ali en Túnez.

Muchos analistas afirman que Catar financió un aumento de la actividad contra el régimen en Siria y usó a la emisora Al-Yazira, con sede en Doha, para impulsar el sentimiento anti-Asad en todo el mundo, aunque esas acusaciones son difíciles de precisar definitivamente.

EE. UU. impuso un dogal comercial cada vez más apretado y sanciones financieras al régimen. La Brookings Institution –barómetro de la política oficial estadounidense– llamó a la destitución de Asad y la propaganda anti-Asad aumentó intensamente en los medios de EE. UU. Hasta ese momento, los medios estadounidenses consideraban a Asad como un gobernante relativamente benigno, aunque autoritario, y la entonces secretaria de Estado Hillary Clinton llegó a decir incluso ya en marzo del 2011 que muchos congresistas estadounidenses consideraban a Asad como un reformador.

El inicio de la guerra se puede precisar el 18 de agosto del 2011, cuando el presidente Barack Obama y Clinton declararon que “Asad debe irse”. Hasta ese punto, la violencia aún podía ser contenida. La cantidad de muertes, entre civiles y combatientes, llegaba tal vez a 2.900 (según un recuento de los opositores al régimen).

Después de agosto, la cantidad de muertos escaló. A veces se afirma que EE. UU. no actuó vigorosamente en ese momento. Los enemigos políticos de Obama suelen criticarle por no haber actuado lo suficiente, no por excederse. Pero EE. UU. en realidad actuó para derrocar a Asad, aunque principalmente de manera encubierta y a través de sus aliados, especialmente Arabia Saudí y Turquía (aunque no hubo que insistir demasiado a esos países para que intervinieran). La CIA y Arabia Saudí coordinaron sus acciones de manera encubierta.

Por supuesto, la cronología de la guerra no lo explica. Para eso tenemos que analizar las motivaciones de los actores principales.

En primer lugar, la guerra en Siria es una guerra sustituta, que involucra principalmente a Estados Unidos, Rusia, Arabia Saudí, Turquía e Irán. EE. UU. y sus aliados, Arabia Saudí y Turquía, iniciaron la guerra en el 2011 para derrocar a Asad. La alianza de EE. UU. enfrentó una creciente resistencia por parte de Rusia e Irán, cuyo ejército sustituto libanés Hizbulá lucha junto al gobierno de Asad.

El interés de EE. UU. en derrocar al régimen de Asad era precisamente que dependía del respaldo iraní y ruso. Para los funcionarios de seguridad estadounidenses, retirar a Asad debilitaría a Irán y Hizbulá, y haría retroceder el alcance geopolítico de Rusia.

Los aliados estadounidenses, incluidos Turquía, Arabia Saudí y Catar, estaban interesados en reemplazar al régimen alauita de Asad con otro liderado por los suníes (los alauitas son una rama del islamismo chiita). Esto, creían, también debilitaría a su competidor internacional, Irán, y reduciría la influencia chiita en Oriente Medio en términos generales.

Esta confianza estadounidense en que Asad sería fácilmente derrocado dependía –no por primera vez– en la propia propaganda de EE. UU. El régimen enfrentaba una fuerte oposición, aunque contaba también con un considerable apoyo interno. Más importante aún era que el régimen tenía poderosos aliados, principalmente Irán y Rusia. Era ingenuo creer que ninguno de ellos correspondería.

El público debiera apreciar la naturaleza sucia del combate liderado por la CIA. EE. UU. y sus aliados inundaron Siria con yihadistas suníes, igual que EE. UU. lo hiciera en Afganistán en la década de 1980 con yihadistas suníes (los muyahidines), que luego se convirtieron en Al Qaeda.

Arabia Saudí, Turquía, Catar y EE. UU. respaldaron regularmente a algunos de los grupos yihadistas más violentos en un cínico error de cálculo que consideraba que estos sustitutos harían su trabajo sucio y luego, de alguna manera, se los podría dejar de lado.

Según los principales medios en EE. UU. y Europa, la intervención militar rusa en Siria es traicionera y expansionista. La verdad es otra: EE. UU. no está autorizado por los estatutos de la ONU para organizar una alianza, financiar mercenarios y contrabandear armas pesadas para derrocar al gobierno de otro país. Rusia, en este caso, está reaccionando, no actuando; está respondiendo a provocaciones estadounidenses contra su aliado.

Para poner fin a la guerra hay que adherir a seis principios: en primer lugar, EE. UU. debe terminar sus operaciones declaradas y encubiertas para derrocar al gobierno sirio.

Segundo, el Consejo de Seguridad de la ONU debe implementar el alto al fuego que se está negociando actualmente y llamar a todos los países –entre ellos EE. UU., Rusia, Arabia Saudí, Turquía, Catar e Irán– a que dejen de armar y financiar fuerzas militares en Siria.

Tercero, se debe poner fin a todas las actividades paramilitares, incluidas las de los llamados “moderados”, respaldados por EE. UU.

Cuarto, EE. UU. y Rusia –y, ciertamente, el Consejo de Seguridad de la ONU– deben responsabilizar estrictamente al gobierno sirio para que desista de aplicar acciones punitivas contra sus opositores.

Quinto, la transición política debe tener lugar gradualmente, aumentando la confianza de todas las partes, en vez de con unas apuradas, arbitrarias y desestabilizantes “elecciones libres”.

Finalmente, los Estados del Golfo, Turquía e Irán deben ser presionados para que negocien cara a cara en un marco regional que pueda garantizar una paz duradera.

Los árabes, turcos e iraníes han vivido juntos durante milenios. Son ellos, no las potencias extranjeras, quienes deben encabezar el proceso hacia un orden estable en la región.

Jeffrey D. Sachs es profesor de Desarrollo Sostenible y de Políticas y Gestión de la Salud, y director del Earth Institute en la Universidad de Columbia. También es director de la Red de Soluciones para el Desarrollo Sustentable de la ONU. © Project Syndicate 1995–2016