El diseño de superbebés

No tiene sentido gastar tiempo en discutir si la modificación genética de humanos es admisible

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NUEVA YORK – Ya es indudable que algún día habrá seres humanos genéticamente modificados. Una nueva herramienta llamada Crispr (siglas en inglés de repetidos cortos palindrómicos aglomerados regularmente interespaciados) ya se usa para editar los genomas de insectos y animales. Crispr es en esencia un cortador molecular muy afilado que permite a los científicos extraer o insertar genes en forma precisa y barata. Será solo cuestión de tiempo antes de que se use para diseñar a nuestros descendientes, eliminando muchas enfermedades hereditarias peligrosas. Posibilidad que es objeto de debates.

Los principales argumentos contra la modificación genética de embriones humanos hablan de falta de seguridad, inequidad y de que en poco tiempo las modificaciones no se limitarán al intento de reducir la incidencia de enfermedades hereditarias. Pero no parece que estos argumentos vayan a impedir un uso amplio de la tecnología.

La seguridad es un factor importante, pero difícilmente decisivo. Las nuevas técnicas de edición de genes parecen muy precisas. Hasta ahora, las pruebas con animales y los experimentos con embriones humanos no implantables indican que su aplicación entraña poco riesgo.

Asimismo, la inquietud por la justicia, por válida que sea, nunca impidió la adopción de una tecnología. Es cierto que Crispr estará disponible sobre todo a través de empresas lucrativas privadas, con lo que los ricos tendrán mucho mejor acceso a la tecnología que los pobres. Pero es difícil que eso conduzca a una moratoria (y mucho menos, a una prohibición) de la edición genética.

El mundo está lleno de desigualdades. Los ricos mandan a sus hijos a escuelas de élite y los pobres rezan para que el edificio donde los suyos van a clase no se derrumbe en medio de la lección. Sin embargo, por injusto que sea, los ricos no se privan de usar servicios educativos de élite porque todavía no haya acceso igualitario a educación de calidad. La misma dinámica actuará en el caso de la ingeniería genética.

El último argumento de los críticos (el de que abrir la puerta a la reparación de enfermedades genéticas también dejará vía libre a la eugenesia) es el más preocupante. La misma tecnología que puede emplearse para eliminar enfermedades hereditarias también sirve para crear niños genéticamente mejorados. Y sin embargo, por resbaladiza que sea la pendiente, tarde o temprano empezaremos a bajar por ella.

El mundo está plagado de enfermedades hereditarias que causan sufrimientos muy reales: anemia falciforme, hemofilia, diabetes tipo 1, fibrosis quística, enfermedades mitocondriales, nefropatía poliquística, enfermedad de Tay-Sachs, enfermedad de Canavan, mucopolisacaridosis, algunas formas de cáncer de mama, próstata y colon... y la lista sigue. Es absurdo pensar que no se usará la ingeniería genética para eliminarlas.

La presión de padres deseosos de ahorrar sufrimientos a sus hijos y nietos pesará más que el temor a que otros usen la misma tecnología para crear superniños, y está bien que así sea. Los enfermos no deben ser rehenes de preocupaciones ajenas por posibles riesgos y abusos.

No tiene sentido gastar tiempo en discutir si la modificación genética de los seres humanos es admisible o no. Por más correctas que sean algunas inquietudes éticas, los beneficios de evitar enfermedades hereditarias son sencillamente demasiados. A los que quieren que la ingeniería genética solo se use para eso les conviene más dedicar sus energías a explicar por qué la eugenesia está mal, en vez de tratar de detener la marcha del progreso hacia la cura de los enfermos y la eliminación de trastornos horribles.

Pero esta pendiente puede ser muy resbaladiza. Por eso es mucho más importante reorientar el debate público hacia la adopción de protecciones adecuadas. En vez de discutir la admisibilidad de usar la técnica Crispr en seres humanos, deberíamos concentrarnos en determinar a quién compete evaluar la seguridad de su uso en cada caso, qué asesoramiento dar a los padres que piensen usarla y cómo ponerla al alcance de los pobres.

Cuanto más tiempo gastemos discutiendo si debemos o no adoptar una tecnología que indudablemente será adoptada, menos tiempo tendremos para pensar en cuestiones más importantes. Por ejemplo, necesitamos saber qué respuesta dar a la promesa de tener hijos más altos, inteligentes, sanos, bonitos, fuertes y cariñosos, antes de que los proveedores comerciales inicien las campañas de mercadeo.

Arthur Caplan es director de la división de ética médica en el Centro Médico Langone de la Universidad de Nueva York. © Project Syndicate 1995–2015