El diluvio humano

Lo que llamamos vida solo bajo determinadas condiciones puede conservarse

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

En 1969, el periodista Claus Jacobi (1927-2013), director durante muchos años de la conocida revista alemana Der Spiegel, publicó el libro que un año después, traducido al español con el título que encabeza este comentario, fue editado en México por Editorial Roble. En una forma fascinante y aterradora a la vez, Jacobi nos presenta un cuadro espeluznante del “fin del mundo” que nos aguardaría a corto plazo por una explosión demográfica que minimizaría cualquier otro cataclismo que la humanidad haya sufrido en el pasado.

El año en que se publicó por primera vez el libro de Jacobi, la población mundial aumentaba a razón de dos personas por segundo; o sea, 120 personas por minuto, lo que equivale a 7.200 personas por hora o 172.800 al día.

Jacobi, quien siempre conservó su sentido del humor, trató de consolarnos, asegurándonos que de este último número solo un pequeño porcentaje serían alemanes. Pero las perspectivas son aún más apremiantes, pues, aunque nos libremos –todavía no sabemos cómo– de la guerra atómica con que nos amenazan los lunáticos gobernantes de algunos de los países que ya cuentan con un arsenal nuclear, las anteriores proyecciones en vez de disminuir podrían aumentar como aumenta el interés compuesto. Es que actualmente la humanidad ya no se limita simplemente a multiplicarse, sino que simplemente explota.

Fecundidad. Hasta mediados del siglo XIX, la población mundial alcanzó los mil millones de personas, pero 75 años más tarde, a finales de la Primera Guerra Mundial, ese número ya se había duplicado, y Jacobi pensaba, horrorizado, que, para el año 1975, la población mundial podría sobrepasar los 4.000 millones de personas.

Actualmente, como cualquiera puede consultarlo en Internet, la población mundial sobrepasa los 7.500 millones y sigue creciendo a un ritmo cada vez más aterrador, especialmente en los países del llamado tercer mundo.

Tan sombría perspectiva se ha agravado en los últimos años, pues entre la pobreza y la alta tasa de fecundidad se crea un círculo vicioso que impide que los países subdesarrollados puedan superar su condición. Como son pobres, tienen muchos hijos, y como tienen muchos hijos, se hacen cada vez más pobres.

Para romper tan sombría perspectiva, el conocido astrofísico inglés Stephen Hawking nos recomienda abandonar este planeta en el curso de los próximos cien años, pero lo malo es que no nos dice a donde podríamos emigrar.

Ante la imposibilidad de disponer de un mayor espacio vital, la humanidad tendrá que arreglarse para sobrevivir en este pequeño planeta, lo único con lo que, al menos hasta ahora, podemos contar en todo el vasto universo. Pero es evidente que para sobrevivir en una forma adecuada debemos introducir, a tiempo, drásticas modificaciones, pues es sencillamente imposible mantener el ritmo actual de crecimiento sin pagar las consecuencias.

Pesadillas. Los escritores de ciencia ficción y los llamados futurólogos se encargan de presentarnos cuadros a cual más aterrador: Richard Wilson en su novela The Moles of Manhattan (Los topos de Manhattan) describe cómo se alimentarían las futuras generaciones en un mundo sobrepoblado: “A la hora de comer, unos caños, distribuidos en el techo de las construcciones en donde se hacinará la población, codo con codo, dejarán escapar unos chorros de plancton mientras que una monótona voz anónima, a través de un altavoz, ordenará: 'Los números impares inhalen, los números pares exhalen”.

Estas descripciones, y otras que podrían citarse, tienen un común denominador: son pesadillas; son razonables desde un punto de vista estrictamente matemático y nadie realmente cree que puedan suceder.

Existe una fe ciega en que la naturaleza, en alguna forma, encontrará cómo enmendarse a sí misma. Y es cierto que los biólogos no han podido observar en los animales ni un solo caso de sobrepoblación que la naturaleza no haya podido controlar por sí misma.

Desafortunadamente, ese autocontrol también debe pagarse a un precio muy alto cuando el crecimiento se desorbita, como lo demuestra un experimento que cita el mismo Jacobi.

Se aislaron, en un espacio limitado, cierto número de ratas domésticas a las que se les proveyó de alimentos en forma ilimitada. De acuerdo con la forma como usualmente se propagaba la especie cuando estaba en libertad, la expectativa era que al cabo de dos años tendría que haber unas 5.000 ratas en el encierro, pero los cálculos fallaron estrepitosamente, pues había tan solo un poco más de 150, y estas sobrevivientes habían degenerado al punto que ya no observaban sus antiguos hábitos sexuales ni construían nidos, y a pesar de la abundancia de alimentos con los que contaban, devoraban a casi todas sus crías.

Lo anterior permite concluir que lo que llamamos vida en general solo bajo determinadas condiciones puede conservarse y reproducirse exitosamente, y en lo que concretamente respecta al ser humano, además del alimento material, requiere aquellas condiciones que permitan el florecimiento de sentimientos tales como el amor, el respeto a nuestro prójimo y el deseo de perpetuarnos en nuestros descendientes.

Cuando falta el clima adecuado para el desarrollo de tales sentimientos y nos vemos obligados a vivir apiñados, nuestra existencia se reduce a un simple vegetar, nuestro espacio vital se angosta y nuestra permanencia en el mundo pierde todo significado.

El autor es abogado.