El canto del yurro

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Lo veía aparecer en el potrero a media mañana soleada, procedente de la burra de monte por encima del camino.

Y comenzaba el descenso lento y cadencioso entre el zacate de plazuela, bledos, dormilonas y viboreanas, que atraían mariposas de vuelo débil y colores encendidos.

Era un tramo de unas sesenta varas desde la montaña de guarumos, cuajiniquiles y lenguas de vaca hasta la esquina del cañal de Naranjos Agrios, en Tilarán.

De aquel cauce superficial, flanqueado por matones de tuete, mozote y carboncillo, brotaba un canto que a veces me parecía alegre, y otras, lastimero y conmovedor.

Y me detenía junto a la corriente cristalina y pacífica por largos ratos, tratando de adivinar de dónde venía la melodía, que no pocas veces comparé con balbuceos constantes y risas cortas de los bebés que se saben amados.

Aquel yurro más allá de la lechería atrapa mis recuerdos pues su canto me parecía diferente al de otros que corrían por hacienda La Argentina.

Es que también presté oídos al que seguía de la quebrada de agua tibia y bajaba de la montaña espesa que cubría por completo la vuelta grande.

Y al de la mancha de abacá, en el potrero de la enfermería, apetecido por las golondrinas para darse zambullidas.

Llegué a pensar que la cadena de murmullos del yurro en tan leves declives era causada por el viento, pero pronto caí en la cuenta de que este no vuela rastrero.

Entonces recordé de repente que el hilo de agua se perdía en el cañal, pero no siempre salía en el zanjo del otro lado, cercano al palo de naranja agria e invasor de la plazuela de los caballos jornaleros.

Y especulé con que quizá su murmullo era más bien llanto ante la brevedad de la vida.

Pero descarté esa idea porque todo cuanto pude ver en sus márgenes fue belleza y encanto, acrecentados por el gorjeo de reinitas, viudas y aguíos, que revoloteaban en los matorrales cercanos en plena algarabía.

Y en madrugadas melancólicas pude pensar incluso que, cuando la voz del yurro me pareció quejumbrosa, escuchaba mi corazón triste en aquel mundo de carencias.

A mis 59, aún me pregunto qué motivaba el canto del yurro cerca de la lechería. Y quiero aceptar esta explicación: solo la alegría del monte.