El autócrata visionario

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Lee Kuan Yew, indiscutido padre de Singapur, murió en la madrugada del lunes sobre un legado difícilmente equiparable por cualquier otro estadista contemporáneo.

Durante 50 años de vida republicana, logró que una diminuta isla-país, en apariencia inviable, se convirtiera en un Estado robusto, cohesionado, confiable y creador de envidiable bienestar. Su hazaña ejemplar, sin embargo, tiene pendiente impulsar a plenitud dos elementos hasta ahora marginados: mayor democracia y respeto a los derechos humanos.

Lo material y lo intangible. Con 5,6 millones de habitantes en apenas 646 kilómetros cuadrados, el país se ha convertido en un indisputado centro de finanzas, logística, sedes corporativas, industrias transformadoras, reexportación, investigación y educación.

Es un modelo de competencia en medio de las ineficiencias y de estabilidad en un entorno plagado de desafíos; un bastión del “primer mundo” afincado en las entrañas del tercero.

Este éxito material, a la vez, se asienta en factores menos tangibles, que lo sustentan y potencian.

La formación del Estado nacional singapurense partió de un depurado equilibrio étnico, lingüístico y religioso entre una gran mayoría de origen chino y las minorías malaya e india. Se alimentó de sus hondas raíces históricas y culturales. Se asentó sobre las bases institucionales y operativas creadas durante el dominio británico, con su mezcla de apertura comercial, sentido de realidad y apego al derecho civil. Y creció con la construcción de un aparato institucional sólido y respetuoso de las normas, operado por cuadros eficaces, bien pagados y confiables en su desempeño.

Singapur es hoy el epítome de una paradoja poco usual, pero no inédita en la historia: la vigencia de un fuerte Estado de derecho que ha precedido a la democracia. En su caso, ha funcionado admirablemente para mantener el orden interno, generar crecimiento, distribuir cargas y beneficios, mejorar la calidad de vida, legitimar a su gobierno, proyectarse al exterior y sentar las bases para seguir avanzando.

No hay garantía de que la fórmula pueda reproducirse con éxito en otras latitudes. Más que crear un “modelo” replicable, Lee empleó un método ecléctico para conjugar con maestría variables peculiares, difícilmente repetibles en su conjunto. Por esto, mucho de lo que hizo –ojalá lo mejor– puede servir de inspiración, no receta.

Mezcla única. La mayor fuerza que explica el “milagro” de Singapur es su mezcla de una visión lúcida y clara con un pragmatismo ágil y bien informado, impulsado –a veces sin contemplaciones– desde un enérgico liderazgo y una creciente institucionalidad.

Lee no se convirtió en un caudillo amarrado a una ideología totalizadora, envuelto en consignas e intoxicado por la arbitrariedad. Al contrario, fue un autócrata ilustrado, visionario y eficaz, obsesionado con los resultados, cuidadoso de los métodos, prudente en sus premios y castigos, apegado a reglas comunes y comprometido con su aplicación neutra y honesta. Su principal “ideología” fue el pragmatismo.

La gran peculiaridad –y carencia– de este aporte, es que la legitimidad del Estado de derecho no ha descansado en el origen indiscutiblemente democrático de las normas, sino en la pertinencia de su contenido y su aplicación por jueces y administradores públicos competentes, estables, flexibles, conocedores de su misión y prácticamente incorruptibles.

Lee y Singapur adaptaron los rasgos clave de la milenaria meritocracia burocrática china a la modernidad de los sistemas; recogieron lo mejor del legado colonial; explotaron su envidiable posición geográfica; potenciaron la creatividad de su heterogénea población con un depurado arbitraje de las diferencias; y acrecentaron la apertura al mundo cuando otros países se hundían en trincheras.

Lejos de buscar culpables de sus carencias, potenciaron sus fortalezas, y no han cejado en la vocación de corregir lo necesario para mejorar lo indispensable.

Primer ministro desde la independencia en 1959 hasta que decidió dejar el cargo en 1990, Lee se mantuvo como una influencia dominante durante dos décadas más. Uno de sus hijos, Lee Hsien Loong, es el actual jefe de Gobierno; otros familiares ocupan cargos de importancia.

En un entorno democrático cada vez más real y menos nominal, su Partido Acción Popular (PAP) no ha perdido ninguna elección; sin embargo, en las del 2011 se produjo una “revuelta” en las urnas: la oposición alcanzó el 40% de los votos y aumentó –aunque todavía marginalmente– su escasa presencia en el Parlamento. El patriarca decidió entonces abandonar el cargo de “ministro mentor” y retirarse a la vida privada.

Cómo el renovado fermento democrático podrá reflejarse en otras elecciones y, por ende, en el Gobierno, y contribuir a una consolidación integral del éxito singapurense, es una de las grandes interrogantes pendientes.

Si sus dirigentes y sociedad logran responderla con el mismo grado de pragmatismo, visión y eficacia demostrado en política económica, administración, legislación y justicia, el paradójico y ejemplar legado de Lee se proyectará con mayor vigor, legitimidad y permanencia.

El autor es periodista.