Dos formas de protestar

La “marcha del 26 de setiembre” brinda una diferencia en cuanto a forma

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Uno de los argumentos que más ha circulado en las redes sociales es que la “marcha del 26 de setiembre” legitimó la protesta e incluso la “democracia de la calle”.

Unos lo repiten con satisfacción, y hasta con la picardía de quien siente que su adversario cometió un error. Otros discuten el argumento con la preocupación de quien teme la polarización y la radicalización del sindicalismo político y las organizaciones y partidos de su entorno. Puede ser. Sin embargo, discrepo del argumento, de la satisfacción de unos y de la preocupación de los otros.

Costa Rica, como toda democracia madura, tiene una larga tradición de protesta. Una que no comenzó con el “combo”, que va más allá de Alcoa, la huelga de brazos caídos de 1947 y la marcha a favor de las garantías electorales de las mujeres del 2 de agosto del mismo año. Llega a los movimientos sociales de los veinte y sigue hasta las manifestaciones de 1889, que exigían el respeto al sufragio.

No es que compare la “marcha del 26 de setiembre” con estos acontecimientos históricos, es que me parece fuera de lugar atribuirle la capacidad de legitimar algo que ya era legítimo desde muy lejos en la vida política del país.

Esta es la razón por la cual discrepo del argumento de que la “marcha del 26 de setiembre” legitimó la protesta, y es la razón también por la que creo que la satisfacción de quienes repiten tal afirmación es más por un recurso retórico para intentar restarle importancia.

Las formas. Al mismo tiempo, en la Costa Rica de hoy, nadie cuestiona el derecho de manifestarse públicamente. Lo que ha sido objeto de reprobación, y es precisamente donde la marcha que motiva este comentario brinda una diferencia que no deberíamos menospreciar, es en las formas.

A pesar de que no es posible controlar un acontecimiento casi espontáneo como el del 26 de setiembre, podemos decir que, en general, no hubo insultos y definitivamente no hubo amenazas, bloqueos u otras acciones contra la población destinadas a forzar determinadas decisiones.

Ninguna institución tendrá que invertir en pintura o en reparar daños, y, además, se celebró un sábado. Así que ni siquiera se trastornó el pesado tráfico de San José.

Desde el punto de vista cívico, esto, que ya es importante, debe considerarse junto con otro hecho, como es la imposibilidad de legitimar lo que llaman “democracia de la calle”, y que no es otra cosa que un instrumento de desestabilización cuando no se está en el poder, y un recurso del autoritarismo cuando se tiene este.

Durante la “marcha del 26 de setiembre” no se denunciaron las instituciones ni se cuestionó su legitimidad democrática. No se escuchó la retórica antisistema de las manifestaciones que promueven y apoyan el sindicalismo político y las organizaciones y partidos afines.

De hecho, el mensaje iba dirigido a las instituciones con el fin de que sea acogido por aquellos costarricenses que en las últimas elecciones recibieron un mandato de la ciudadanía.

Las comparaciones con Guatemala o con la Primavera Árabe son comprensibles, pero no guardan relación con la realidad costarricense. Posiblemente hay un ejemplo mejor, como es el del 15M en España, fenómeno mucho más complejo de lo que mostraron aquí los medios de comunicación.

Papel del Congreso. Por parte de los demócratas, es un error confundir el derecho de manifestarse públicamente con la “democracia de la calle”. Es un segundo error menospreciar la diferencia en las formas que distinguen unas manifestaciones de otras; y será un tercer error mantener el estado de parálisis que exhibe nuestro sistema, donde cada vez parece más evidente que la Asamblea Legislativa perdió su capacidad de transformar jurídicamente el país, que no es lo mismo que la simple aprobación de nuevas leyes.

Más que el Poder Ejecutivo actual, es nuestro Parlamento el que tiene los recursos para superar la parálisis de la que hablo. En él subyace una mayoría potencial, que trasciende la formalidad de las fracciones y que para activarla es necesario superar la comprensión convencional de la política costarricense y sus tradiciones.

Algo importante no solo para romper el estancamiento, sino también porque la radicalización popular de posiciones y actitudes con respecto a una serie de temas obedece a la presión que se acumula por falta de decisiones, y no a que unos costarricenses se hayan decidido a expresar públicamente su malestar con la situación del país, su voluntad reformista y su desacuerdo con las tesis promovidas por el sindicalismo político y las organizaciones y partidos que gravitan a su alrededor.

Fernando Ferraro fue ministro de Justicia.