Don Manuel Jiménez de la Guardia

Se puede vivir rodeado de riquezas, conscientes de que lo vital son los valores del espíritu.

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Juan Viñas, estación de Santa Marta. Como todos los sábados al mediodía, el tren llega puntualmente. Un joven de escasos dieciséis años, con una alforja de cuero sobre sus hombros, baja rápidamente de uno de los vagones. El tren, raudo, lanzando bocanadas de humo, reanuda su marcha rumbo a Limón.

El joven se dirige a un empleado que al otro lado de la línea y a corta distancia le espera con dos caballos; sube a uno y los dos jinetes se alejan camino abajo en busca de la ribera del Reventazón.

El camino serpentea abrazado a la escarpada montaña, rodeado de altos árboles; es angosto y con profundos riscos. Desde algunos recodos, se divisa el río allá en la hondura, como un hilo de plata.

Allá abajo, junto al caudaloso río, se encuentra la hacienda El Congo. Esa finca fue la primera propiedad que la familia Jiménez de la Guardia adquirió en Juan Viñas. En la alforja, el joven llevaba el dinero para pagar la planilla semanal de la peonada; esa acción se repetía todos los sábados.

El jovencito, a quien me refiero, era don Manuel Jiménez de la Guardia. Estos hechos ocurrían aproximadamente en 1924. La historia que narro me la contó mi padre en mi infancia, allá en Juan Viñas. Papá era contemporáneo de don Manuel.

Cualidades. La persona de don Manuel Jiménez de la Guardia me trae gratos recuerdos. No obstante haber sido un acaudalado empresario, era un hombre agradable, cálido, humilde y muy humano.

Lo que a continuación narro confirma mi apreciación: iniciándose la década de los 70, quien escribe este artículo era un joven e inexperto abogado, recién graduado de la Universidad de Costa Rica. Los fines de semana, invariablemente, visitaba a mis padres en nuestro pueblo.

Un domingo por la tarde llegó a mi casa un vecino, quien laboraba en el ingenio donde se procesaba el azúcar. Se le conocía cariñosamente como Chimía. Era un hombre alto, delgado, de tez blanca, y me buscaba porque el administrador de la empresa lo había excluido del ingenio y lo envió a cortar leña, actividad en la que no era muy diestro.

Lo escuché con atención y le manifesté: Chimía, le voy a enviar una carta a don Manuel y veremos cómo resulta.

De regreso a San José, en mi pequeña oficina, en la Olimpia, que había adquirido de segunda mano, en pequeños abonos mensuales en la librería Universal, redacté la carta dirigida a don Manuel, donde le expuse la situación.

Llevé personalmente la misiva y se la entregué a su secretaria. Las oficinas estaban ubicadas unas cuantas cuadras al oeste de la antigua Biblioteca Nacional, hoy tristemente demolida. Dicho sea de paso, muy cerca, también, se encontraba el edificio del periódico La Nación.

Pasaron unos días y una tarde recibí una llamada telefónica de la oficina de don Manuel para invitarme a una reunión. Al día siguiente, con disimulado nerviosismo, me presenté puntualmente a la cita. Mi anfitrión me esperaba en la puerta de su oficina, de sobria elegancia.

Amablemente, me invitó a tomar una taza de café. Pronto, por iniciativa de don Manuel, se inició una agradable conversación. Con conocimiento pleno, se refirió a mi pueblo. Conocía a la mayor parte de las personas de la comunidad e incluso mencionó a algunos de mis parientes, quienes laboraban en la empresa.

Luego, abordó la cuestión de Chimía, de quien se refirió en buenos términos. En total, conversamos cerca de 40 minutos. Al concluir, se levantó, me extendió su mano a la vez que me indicaba: “Don Humberto, dígale a Chimía que regrese al ingenio”.

Satisfacción. El caso de Chimía, persona de escasos recursos, no me deparó honorario alguno, pero esa experiencia me produjo una profunda satisfacción. En cuanto a don Manuel, me quedó la agradable sensación de haber estado frente a un gran ser humano. En él se reflejaba que tenía el convencimiento de que las riquezas y los bienes materiales deben tener una dimensión social, que no son un fin en sí mismos; representan un medio para metas más trascendentes.

Cuando leo a León Tolstói, de alguna manera me recuerda a don Manuel, pues en ambas personas se daba una común característica: ambos vivían rodeados de bienes y riquezas materiales, pero con la firme convicción de que lo verdaderamente trascendente son los valores del espíritu.

hfallascordero@hotmail.com

El autor es abogado.