Docta ignorancia

Vivimos en un curioso universo del que conocemos poco, algo que ya nadie discute

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Sócrates pudo proclamar allá lejos y hace tiempo: “Soy el hombre más sabio de Grecia porque solo sé que no sé nada”. ¡Una exageración! Él sabía qué significaba su dicho y el alcance de cada una de sus palabras y sabía cómo manejar el código de una lengua.

Esta lengua, nacida de un gruñido, después fue signo, y para escribir hombre se dibujaba una tilde; árbol era una cruz de tres raíces; sol, un rectángulo invertido con una línea dentro y así… hasta construir un diccionario, un discurso, un razonamiento. Todo un largo y variopinto proceso a la hora de evaluar las conquistas y topes del conocimiento humano.

Por eso, la ignorancia elogiada por Sócrates en el siglo V antes de nuestra era resultó al fin y al cabo la misma que Nicolás de Cusa llamó –centurias después– “docta ignorancia”, un reconocimiento de nuestros límites cognitivos.

Pues hoy podemos más que nunca palpar la verdad socrática, el saber que reconoce la importancia que tiene el no-saber.

Vivimos en un curioso universo del que conocemos poco, algo que ya nadie discute: basta con echar un vistazo a los últimos acontecimientos científicos y a sus efectos diarios. La telefonía de punta, la Internet, las redes de comunicación, la impresión digital, el auge de la biología molecular, la física cuántica, la nanotecnología, la función exponencial sacuden nuestra última certeza y nos quitan el aliento.

Los hechos se precipitaron… Desde que irrumpieron la relatividad y la teoría cuántica, en la primera mitad del siglo pasado, hemos aceptado un cosmos que no se abre a ninguna explicación “sencilla” y exige y justifica la llegada de los especialistas, a quienes veneramos y no entendemos. Nosotros mismos constituimos un ejemplo vivo de tamaño culto: los buscamos a ellos ante un problema de salud, una opción laboral o cualquier dificultad seria de la vida.

Es como si hubiéramos desistido de atrapar el mundo que nos rodea y le diéramos carta blanca a los microproblemas y las soluciones parciales que estos siempre aparejan, dejando el todo para nunca más.

En este escenario y después de Einstein y Planck, “los hechos se precipitaron” –como diría un folletinista clásico– y la expansión del conocimiento, inesperada y fecunda, nos pone en un lugar subalterno. No se vale protestar, incluso es inútil: el homo sapiens llegó a Marte, creamos o no en la vida extraterrestre, y parece que allí los signos de existencia no son una fábula de Julio Verne.

Aparte de la odisea espacial, aquí en la Tierra el descubrimiento de la estructura molecular del ADN en 1953 –la sustancia genética– postula una extraordinaria novedad: un organismo se arma no por ciertas leyes de la herencia o por adaptación social, no, está codificado en los nucleótidos y cada individuo es como un lego obtenido de un mazo de posibilidades. A su vez, la cibernética tuvo ya sus primeros éxitos en el proceso de imitar los mecanismos de la razón y ahora bucea en la página siguiente de la inteligencia artificial.

Por ello, incorporar las teorías de la relatividad y la evolución, los hallazgos sobre la base química de la vida o la idea de inteligencia no natural son puntos claves para reconsiderar las fronteras de la perplejidad nuestra de cada día.

El porvenir de la ignorancia. Un crucigrama existencial y cognitivo que la humanidad debe afrontar, de cara a los irrefutables logros de estas nuevas y candentes verdades, es que esa misma cadena de triunfos nos vuelve más ignorantes, lo cual es paradójico: cuanto mayor es el caudal de conocimiento, mayor lo ignorado; y a medida que aumentamos nuestro saber (1,2,3,4…), crece el índice de la propia ignorancia (1,2,4,8…). Una paradoja que ya Sócrates había acuñado en el nacimiento mismo de la cultura cuando la filosofía occidental descubrió el concepto y la razón y que hoy, en plena madurez, nos pasa la factura.

“Cada día nos enteramos –escribe el exfísico y gran literato Ernesto Sabato en Uno y el universo – de que una nueva teoría, un nuevo modelo de universo acaba de ingresar en el vasto continente de nuestra ignorancia. Y entonces sentimos que el desconocimiento y el desconcierto nos invaden por todos lados y que la ignorancia avanza hacia un inmenso y temible porvenir”.

Víctor J. Flury es escritor.