¿Dios con La Ultra, con La Doce?

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La implosión religión-fútbol es particularmente palpable en los países de tradición católica. Jairzinho, goleador del Brasil campeón en 1970, celebraba sus anotaciones de hinojos, persignándose, alzando la mirada al cielo, y uniendo sus manos en actitud de plegaria. Ofrecía sus goles –como Bruckner sus sinfonías– “al buen Dios”.

Hoy en día, la práctica es un lugar común. Ese dios al que Jairzinho tan fervorosamente da las gracias –no ironizo: su gesto es conmovedor por cuanto sincero–, ¿sería entonces torcedor de la verdeamarela ? ¿Estaría por ventura ahí, incógnito, bailando samba al son de alguna batucada canarinha ? Difícil dilema teológico.

Es con una mezcla de enternecimiento e irritación –curiosa compota– que oigo, con frecuencia, a los jugadores de un equipo triunfador dar gracias a Dios –o a algún santo, o, en su defecto, al espíritu de su recientemente fallecida abuelita– por la victoria. “X nos atacó durante todo el partido, pero nosotros nos paramos bien atrás, y, gracias a Dios, en un contragolpe, logramos marcar el gol. Se lo dedicamos a la linda afición que con tanto entusiasmo nos ha apoyado”.

Esto me lleva a pensar en un párrafo sobrecogedor de Si esto es un hombre , del gran Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz. El escritor ha sido recluido en un campo de concentración. Los prisioneros están siendo elegidos para la cámara de gas: los más enfermos, débiles y viejos, los menos “usables” (más propio sería decir: los “menos torturables”) serán los primeros en morir. En medio del silencio de la alta, gélida noche de Polonia, Levi escucha a uno de sus compañeros, que sobre él, en su camarote, reza en voz alta. Es el viejo Kuhn. Balanceando su cuerpo, en una especie de trance, le da gracias a Dios por no haber sido escogido para el suplicio. Levi reflexiona: “Kuhn está loco. ¿No se da cuenta, acaso, de que a su lado está Beppo el griego, que tiene veinte años de edad, y que mañana será enviado a la cámara de gas, que lo sabe, y que permanece inmóvil, mirando fijamente el plafón, sin decir nada, sin pensar nada? ¿No sabe Kuhn que la próxima vez será quizás su turno? ¿No comprende que lo que sucedió hoy es una abominación que ninguna plegaria, ningún perdón, ninguna expiación de los culpables, nada, en fin, de lo que el hombre tiene el poder de hacer, podrá jamás reparar? Si yo fuera Dios, escupiría sobre la tierra la plegaria de Kuhn”.

Guerra simbólica. Escalofriante cavilación que me sacudió desde el instante en que me topé con ella. De hecho, una de las más hondas meditaciones del libro en torno a la fe, o a lo que ciertas personas toman por tal. Por supuesto que un campeonato deportivo no puede, desde ningún punto de vista, equipararse éticamente a la Shoah. Pero, si el fútbol es asumido como guerra simbólica, o “guerra civilizada”, donde cada rival hará todo cuanto pueda por “asesinar” lúdicamente a su rival (la eliminación es el equivalente de la muerte: fin de la peripecia vital del equipo derrotado), bien puede establecerse una relación entre la invocación a Dios en ambos contextos: uno dramático, cruento, experiencia límite del dolor, el otro puramente formal.

El está lleno de “Kuhns”: dan gracias a Dios con voz trémula por no haber sido eliminados, porque los disparos del rival se estrellaron contra los postes, o, incluso, por un error arbitral que los haya favorecido –con lo cual Dios sería esencialmente injusto, o, por decir lo menos, ignorante en materia de arbitraje–. Mientras yo siga adelante, no importa que la oncena rival deba sufrir el horror del exterminio futbolístico, encaminarse, en silencio, hacia su propia cámara de gas (que a veces es real: muchos han sido los “istas” asesinados por torcedores iracundos).

Trivialización de la fe. El 21 de octubre de 1988, el huracán Juana, con latigazos de 210 kilómetros por hora, volatilizó el 90% de las viviendas en Bluefields, Nicaragua. A la devastación siguió el pillaje y las rebatiñas. El monstruo tenía pensado –como muchos recordarán– “honrarnos” con su visita. Habíamos tomado toda suerte de medidas para el impacto. A última hora cambió de parecer y se ensañó contra Bluefields.

Recuerdo el sentir de algunos costarricenses: “Teníamos miedo, pero, gracias a Dios, el huracán cambió de dirección y se fue para Nicaragua”. ¿De cuál dios hablaban? ¡Pues del dios de Kuhn, sin duda! Un dios que a buen seguro cantaba la “Patriótica”, comía gallo pinto y no tenía al pueblo nicaragüense en alta estima. Aberrante, abyecto, perverso, en el sentido más puro de la palabra.

Ese mismo dios que los ludópatas meten en los casinos (el crucifijo en sus bolsillos) para que tuerza la suerte a su favor. El que hace barra en los estadios. El que es invocado para que ganemos el gordo navideño. El que desvió la bala que iba dirigida a nosotros, para que otro infeliz muriera en lugar nuestro. El que –después de ardiente jaculatoria– nos concede el último campo disponible en el parqueo… porque, por supuesto, si se lo diese al cretino que viene detrás, no sería Dios. ¡Qué abaratamiento, qué trivialización de la noción de fe! ¡Con cuánto donaire la anteponemos a las de solidaridad y compasión! Concuerdo con Levi: si Dios existe, no podría sino vomitar peticiones o acciones de gracias como las de Kuhn.

Si Dios no es todo, entonces no es nada. De ello se sigue: si no es de todos, tampoco es de nadie. Conviene además considerar que el señor de marras podría estar muy afanado dirigiendo el tránsito cósmico, como para preocuparse por nuestras “humanas, demasiado humanas” (Nietszche) fruslerías.

¿Gracias a Dios por un gol? ¡Pssst! Lo único que nos faltaba: Dios secuestrado. La otra posibilidad es que Dios no exista. En ese caso, pues que cada quien haga de Él lo que le dé la gana: será un “modelo para armar” (Cortázar).