Digamos tristeza

Debemos tratar de cambiar la palabra ‘depresión’ por otras como soledad, desesperación, miedo

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Recuerdo al estudiante que se fue encorvando en su pupitre, aplastado por un secreto que lo hacía sufrir, pero supo encontrar una salida el día que habló y, como él mismo reconoció, se «quitó una piedra de la espalda». Lo recuerdo porque, inmersos en la soledad pandémica, lo que recibimos son llamados a la autosuperación.

Cuando aún nos abruma la fractura de nuestra manera de vincularnos y, por eso mismo necesitamos más que nunca una paciente y comprensiva escucha, la respuesta es un ¡supérelo!

En un tiempo en que la covid-19 nos obligó a asimilar que decenas de aspectos de una vida y una cotidianidad de repente se volvieron irreconocibles, no nos hace bien que nos digan que todo depende exclusivamente de nuestra propia voluntad, ni que nos sumen más culpa, sentimientos de fracaso o de impotencia.

Y eso parece ser lo que están haciendo las instituciones de salud —públicas y privadas—, las amistades bienintencionadas y las universidades públicas. Basta con echar una mirada a sus redes sociales para notar la insistencia con que se nos recomienda respirar bien, tener una postura adecuada, atrevernos a concretar cosas y a gestionar adecuadamente nuestros pensamientos y emociones, es decir, en lugar de hacer cosas para salir solidariamente de esta crisis, el mandato es que cada quien se las arregle como si habitara en un mundo desierto.

Por ejemplo, en una reciente investigación de la Universidad Nacional y la Universidad Estatal a Distancia, sobre la salud mental en el país, se aconseja que las personas mantengan «una actitud positiva hacia la vida».

Estos discursos de carácter tan voluntarista provienen de una mezcla del movimiento de la nueva era, de una psiquiatría excesiva y de una psicología a la que le falta analizarse.

Provendrán también de nuestra incapacidad para reconocer que sufrimos, porque somos una cultura que le tiene mucho rechazo al dolor y se empeña en estar «pura vida».

Además, vemos la ocasión de simplificar el malestar que nos producen la vida, las relaciones con los demás y ahora la pandemia, con diagnósticos que, por ser muy populares, están a la mano y son de fácil uso.

Pero no es lo mismo que usted diga que está sufriendo a que diga que tiene depresión. Depresión le pone un candado, cuya única llave terminaría siendo un medicamento, pero decir tristeza abre preguntas, diálogos, y nos mueve a ver a quien sufre, a su subjetividad, a las razones específicas por las cuales esta persona se duele de algo y la manera como lo hace.

El término depresión, junto con otros que sobregeneralizan duramente, parece no admitir singularidades y es capaz de acorralar hasta el horror, según hemos leído estos días en este medio de la boca de quienes están denunciando su paso por el Hospital Nacional Psiquiátrico.

Como autoridades en salud, como amistades, familiares o docentes, debemos tratar de cambiar la palabra depresión por otras como soledad, desesperación, miedo. Dejemos el concepto a la psiquiatría y a quienes tengan la voluntad de usarlo.

Hoy, cuando todo está más deshumanizado que nunca detrás de monitores —la mayoría de ellos apagados— es posible recuperar un poco de vida, dándole cabida al dolor, y tal vez encontremos consuelo en las palabras que lo hablan y en el oído que las escucha.

isabelgamboabarboza@gmail.com

La autora es catedrática de la Universidad de Costa Rica.