Diez razones paraquerer a Julio Rodríguez

Si hubiera un“Real Madrid”de la amistad,vos serías titular

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¡Pobrecito Julio! Siendo un hombre discreto, elusivo por naturaleza a los reflectores cenitales, sé que va a sufrir con esta reflexión. Lo que es más: probablemente estará ahora mismo escondido debajo de la cama, tapándose los oídos para que nadie se la lea. Durante años no me dejó publicarla, horrorizado ante el prospecto de mis fanfarrias verbales. Pero ya no puede impedírmelo. Así que me daré gusto. Esto no es una apología (esas dejémoselas a Platón). Es un testimonio. Decir: mi vida ha sido más bella, más plena, gracias a Julio Rodríguez.

Después de mis padres y mis hermanos, mis amigos son lo mejor que me ha dado la vida. ¿“Dado”? No estoy seguro de que esa sea la palabra justa. Uno forja a sus amigos: toda amistad es un acto de co-creación, una co-autoría, la construcción de una mitología, un código, un lenguaje comunes. Un “nosotros” a partir del “tú” y el “yo”.

Montaigne dijo después de la muerte de Bossuet: “Nos queríamos porque él era él, y yo soy yo”. ¿Es preciso añadir algo más? Todo está formulado.

Porque en “la noche oscura del alma” (San Juan de la Cruz) estuvo a mi lado. Y, en mi vida, muchas y largas han sido las noches oscuras del alma. Julio, linterna en mano, siempre conmigo.

Si un amigo no es presencia, no es nada.

Porque es lo que Tomás Moro hubiera llamado “un hombre para todas las estaciones”, no el espécimen camaleónico, mimético, que abunda en nuestras latitudes. Jamás lo vi mutar con los cambios climatológicos. No es psico-rigidez (conozco esos casos): es integridad. En su sentido etimológico, una persona “entera”, “de una pieza”.

Porque desdeñó la popularidad facilonga. No vino al mundo para hacerse amar universalmente, sino para decir lo que pensaba. Es el tipo de hombre que podría morir apuñalado por la espalda: mi estirpe.

Porque siempre creyó en mí y, por principio, yo creo en quien cree en mí. Fue Julio quien me abrió las puertas de La Nación hace veinticinco años. Es una decisión por la que el pobre arrostra ahora las maldiciones de mucha gente. Pero no faltarán quienes lo aplaudan por ello. ¿Cuántos? No lo sé. A mí tampoco me interesa ser campeón mundial de popularidad. Como Antígona, vine al mundo a decir “no”, y morir. No tengo veleidades de “Rey de la Simpatía”, “Ticolindo”, o ser paseado en carroza triunfal durante el carnaval de fin de año.

Porque lo vi pedir disculpas cuando procedía hacerlo. “Perdón” es una de las más bellas palabras jamás inventadas. Junto con “gracias”, uno de esos vocablos que sostienen al mundo. Pero atención: si no pedir disculpas cuando se debe es un acto de soberbia, correr a pedirlas cuando no procede es un acto de vanidad: hacernos aplaudir por nuestra “humildad”, nuestra “caballerosidad”; en el fondo, sucumbir a la necesidad de aceptación y de halagos. Ambas actitudes son reprensibles, acaso más viscosa la segunda.

Porque es un maestro, y a los maestros se les honra. Punto.

Porque escucha devotamente los últimos cuartetos de Beethoven. El maestro los escribió ya completamente sordo, cuando por fin oía el infinito, y no hablaba, si no era con Dios. Nadie que oiga estas obras puede ser otra cosa que un gran ser humano. Es música que ennoblece, que exalta. Como hay otra que pigmeíza y envilece. Cuestión de nutrientes: el alma es en todo punto análoga al cuerpo: quien consuma bazofia generará colesterol espiritual. Avitaminosis del ser.

Porque cien veces nos reunimos a hablar en Giacomin. Amigos propietarios de esta pastelería: es la segunda mesa del fondo, adosada a la pared, para que pongan una plaquita: “Aquí se sentaba Julio Rodríguez… con un señor que solía pedir tartaletas de manzana”. No hay tema que no hayamos abordado. Algunos nobilísimos. Otros, pues qué decir… menos patricios, pero, les aseguro, igualmente fascinantes. ¡Ah, si tan solo supieran!

Porque me ha corregido. “Yo soy su amigo, y el deber de un amigo es señalarnos cuando hemos cometido un error: eso que usted hizo, Jacques, no estuvo bien”. Rezongando, farfullando mil justificaciones, siempre terminé por recoger y digerir la verdad de sus palabras.

Julio ha sido víctima de injurias, insultos de la peor estofa, comadreos… ustedes saben: la envidia y sus damas de compañía: doña Intriga y doña Maledicencia. ¡Buena cosa! Es lo propio de todo guerrero de la palabra, de cualquier ser humano que haya dicho: “Esto es lo que pienso”. Recuerden: la envidia, la mala voluntad, las embestidas ad hóminem son la manera que los mediocres tienen de admirar. Lo crean o no, hasta esa es una forma de la admiración. Oblicua, pero admiración al fin. No conocen otra. Debemos tratar de comprenderlos.

¿Estar “de acuerdo” o “en desacuerdo” con él? ¡Eso no importa! “Estar de acuerdo” es una noción sobrevalorada hoy en día. El disenso es tan saludable como el consenso. En el primer caso, la disonancia nos llevará a revisar nuestra posición; en el segundo, la fortalecerá. Antes de correr a dictaminar, “concuerdo” o “discrepo”, mucha gente haría bien en verificar si entendió siquiera lo que el escritor quiso decir. Es más importante comprender que pronunciarse.

Gracias, Julio. ¿Por qué? Pues por ser Julio. El incómodo, el urticante, el pontificio, el contumaz, el insobornable, el impertinente, el viejo necio que ha soliviantado y, al mismo tiempo, sostenido a su país durante décadas. Si hubiera un “Real Madrid” de la amistad, vos serías, sin duda alguna, titular. Miembro de mi guardia republicana. Residente de la región más honda de mi alma, ahí donde solo entran personas de bien. Un hombre que vive sin amigos es un hombre que muere sin testigos. Julio: yo soy tu amigo.