De Maquiavelo a don Bosco

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Por circunstancias que no son del caso aclarar aquí, Nicolás Maquiavelo y don Juan Bosco -ambos ilustres italianos- con el paso de los años se han ido convirtiendo en seres entrañables para mí. A más de uno habrá de sorprender esta cercanía existencial tratándose de dos personajes que, según la tradición popular, han pasado a encarnar los polos de maldad y santidad que puedan darse entre los hombres.

Precisamente en tiempos de don Bosco, cuya santidad no está en tela de juicio, se dio en Italia un extraordinario resurgimiento político y cultural, visible en los cuidadosos estudios que se hicieron acerca del secretario florentino, mostrando que Maquiavelo fue genial antecesor de la ciencia política, honesto funcionario, honrado padre de familia, para nada maquiavélico, que tan sólo hizo uso de su enorme talento para reflejar en sus escritos la corrupción de su época y el pacto con el diablo, que casi todos los políticos han de suscribir para triunfar.

De modo que Maquiavelo y don Bosco son dos personas que perfectamente podrían estar compartiendo en un más allá de la vida terrenal, una sabrosa botella de vino tinto de su país, a pesar de la anécdota que relata que poco antes de morir Maquiavelo dijo no querer ir al cielo por estimarlo muy aburrido, sino al infierno, más interesante, para discutir de política con Aristóteles, Cicerón y el Dante.

Pero a más de ser personas muy honestas, simpáticas, sencillas en su trato y muy respetables, Maquiavelo y don Bosco comparten una curiosa situación espaciotemporal. Se encuentran unidos por los extremos de un arco en el tiempo que arranca de la dividida patria común a comienzos del siglo XVI, y termina en la nación ya políticamente unida, en el último tercio del siglo XIX.

Maquiavelo en su famoso Príncipe de 1513 indicó con admirable lucidez que las formas políticas medievales, que persistían en Italia, no eran viables, sino el Estado Moderno que ya encarnaban España y Francia. Este consejo no fue acatado, o no fue posible ponerlo en práctica, durante los siglos XVI, XVII y XVIII y por eso Italia, como una doncella, bella, cargada de riquezas y abandonada, fue presa fácil de todo el que quiso invadirla, saquearla y humillarla.

Es a partir del año de 1815, año en que nace don Bosco y se firma el pacto de la Santa Alianza que pone fin al reino de Napoleón Bonaparte, cuando los italianos comenzaron a plantearse en serio la unidad política de su amada patria, proceso arduo que culminaría en 1870. Las dificultades para realizar la unidad de Italia fueron tanto internas como externas; externas, porque por siglos en la política europea la mejor manera de demostrar la fuerza creciente de un Estado, era arrancando un trozo a la península itálica. Internas, porque al igual que en tiempos de Maquiavelo, la fragmentación política persistía en Italia el siglo XIX, donde encontramos nada menos que cuatro reinos, dos ducados, un gran ducado y multitud de pequeños señoríos.

Por eso la unidad política se realizará gracias al fortalecimiento de uno de estos reinos, ayudado tanto por fuerzas internas como externas, posibilitando la conquista de las otras dominaciones existentes en la península. Será el Reino de Cerdeña el que crecerá conquistando al Reino Veneto-Lombardo, al Gran Ducado de Toscana, al Reino de las dos Sicilias y, finalmente, tomando Roma donde se encontraba el Sumo Pontífice bajo la doble condición de Vicario de Cristo y monarca absoluto del Estado Vaticano.

El dominio de Italia se hará desde Turín, capital del Reino de Cerdeña y ciudad en la que don Bosco iniciará su extraordinaria obra en favor de los jóvenes desamparados; obra extraordinaria no sólo por las dimensiones que llega a alcanzar en todo el mundo, sino también por las difíciles condiciones en que su iniciador la ejecutó. En efecto, don Bosco fue hijo de un humilde matrimonio de campesinos, nacido en un pueblito cerca de Turín. De niño no pudo estudiar, luego aprendió solo a leer y escribir y a los 16 años consiguió entrar a la escuela. A los 26 cantó su primera misa en Turín y solamente porque se trataba de un hombre de lúcida inteligencia, poderosa voluntad y un amor inextinguible por los demás, se puede entender que haya hecho todo lo que hizo en tan adversas circunstancias.

Don Bosco fue súbdito leal de Carlos Alberto, rey de Cerdeña; amigo de Cavour, el genial ministro autor de la política de unión; igualmente fiel y obediente sacerdote, primero de Pío IX y luego de León XIII, ambos prisioneros en el Vaticano, después de que Roma fuera conquistada por el flamante rey de Italia. De modo que don Bosco vivió los agitados tiempos en que el otro extremo del arco de la historia de Italia tocaba a su fin en 1870, con la culminación del proceso de unidad. Y vivió en carne propia el drama de tantos católicos de su tiempo, que se vieron tirados por fuerzas opuestas: las de la Ciudad de Dios y las de la Ciudad de los hombres.

Hábil y prudente, don Bosco evitó tomar partido abiertamente, aunque siempre se proclamó fiel al Papa, tratando de no comprometer las ayudas que tanto necesitaba para su obra. Por eso fácilmente puedo imaginar a Maquiavelo y a don Bosco compartiendo en algún lugar un sabroso Quianti, y comprobando con satisfacción cómo la unidad política de Italia ha propiciado que después de 1870 la nación creciera, se consolidara, se hiciera fuerte y proporcionara a todos sus ciudadanos, en particular a los niños y a los jóvenes, educación, techo y protección.