De mapas, vinos y otras cosas

Estamos en el alba de la era de la realidad virtual. ¿Será mejor que la realidad que sustituirá?

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Los mapas antiguos son muy interesantes, pues suelen contener información que hoy estimula la curiosidad. Por ejemplo, un mapa del año 1663 muestra a California como una isla; algo así como una gran zanahoria flotando en el océano Pacífico al oeste de los Estados Unidos.

Esto, porque el cartógrafo, que viajaba de sur a norte, no tuvo tiempo (o paciencia) para estudiar en su totalidad la larga península que conforma a la Baja California y decidió dibujar como imaginó lo que seguía. Un sacerdote jesuita informó al mundo del error de representación que se había cometido.

Un mapa de Costa Rica hecho en París en el año 1773, la muestra gordita en la parte de arriba y no muy larga. Tiene poquísimos nombres de lugares. La península de Nicoya es una lengua picuda que conforma un golfo llamado de Salinas.

A la ciudad de Nicoya se le ubicó en lo que hoy es La Fortuna de San Carlos. El golfo de Papagayo quedaba en Nicaragua; la ciudad de “Carthago” sí fue bien ubicada.

La mayoría de los sitios que muestra el mapa son de la costa pacífica: allí se lee Morro Hermoso, Pta. Guiones, C. Blanco, Farallones de Queypo, Is. Caño. Del otro lado solo se menciona a Matina. ¿Y San José? ¿Cuál San José?

Pero muchos mapamundis modernos también distorsionan la realidad, pues, como bien reconocen los expertos, no es sencillo convertir una figura casi esférica en una plana.

Una proyección comúnmente utilizada, la de Gerardus Mercator, infla las áreas conforme más alejadas del Ecuador se encuentren. Eso hace que Groenlandia se vea más grande que África, a pesar de que esta tiene casi 15 veces más área.

También grandísima se suele representar a la Antártida. Muchos consideran que esto es un reflejo más de la importancia que se dan los países desarrollados sobre los de menor poder económico, situados en el trópico.

La propia Unesco ha abogado por utilizar otro método de proyección y representación geográfica que mejor refleje la realidad.

Tecnología. Hoy los GPS simulan los efectos de precisos mapas instantáneos, con movimiento y todo. Una mano y voz invisibles guían a los viajeros que de ellos requieren, quienes no tienen que preocuparse por dónde van, porque confían que sin problema ese artefacto los guiará a su destino, como hizo la estrella con los magos de Oriente.

Para mí, formado a la antigua, esto constituye una pérdida, porque el estar obligado a verificar por qué lugares se transita, y de paso disfrutarlos, es parte del deleite de viajar. (No concuerdo con aquel personaje de novela que amaba los bosques oscurísimos, que para su compañero de travesía eran horribles. ¡Su aprecio por ellos es que de esa manera no veía lo que de feo tuvieran!).

Los libros físicos que vende Amazon solo existen de nombre, en un lista con millones de otros. Ellos no están en bodegas, esperando a ser embarcados, sino que son impresos a partir del momento en que el cliente los ordena.

Eso apareja un enorme ahorro en mantenimiento de inventarios. Igualmente, la impresión en tercera dimensión (3D) pronto hará que las más importantes tiendas de repuestos tampoco tengan ninguno a mano, pues cada pieza se podrá fabricar in situ cuando el consumidor la solicite.

En el pasado, muchas casas ticas de adobe se pintaron de color blanco (el de la cal que para ello servía) y azul (de anilina). El color zapote del techo lo aportaba el barro de que fueron hechas las tejas.

Hace cien años, Henry Ford prometió a sus clientes automóviles de cualquier color… siempre que fuera negro.

Hoy muchas ferreterías del país producen, mediante mezclas técnicamente definidas por un computador, todo el espectro de colores imaginable. ¡Qué pereza!

Al gusto. La técnica descrita para la pintura también recién llegó al mundo de los vinos. Antes el consumidor o consumidora “sofis” debía manejar todo un lenguaje especializado (en general confuso e inútil) para saborear el vino de su interés.

Hoy, una máquina, como las que producen los colores de pinturas, recibe de un ordenador las instrucciones de cada cliente (¿tinto o blanco?, ¿joven o maduro?, ¿seco o dulce?, ¿sabor a durazno o fresa?, etc.) y, con base en unos cuantos vinos de características extremas y, por tanto, complementarias, procede de inmediato a prepararle una mezcla ajustada al gusto de quien lo solicite.

En el futuro no será necesario conocer nada del terroir (características de la zona y del clima típico de donde proviene el vino y de su método de producción), ni del tipo de uvas utilizado, ni del año de la cosecha, ni nada. Basta con responder adecuadamente las preguntas que una app le haga en el bar.

Estamos en el alba de la era de la realidad virtual. ¿Será esta mejor o peor que la realidad que ella posiblemente sustituirá?

El autor es economista.