De la Guerra Fría al trato frío

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TIFLIS – La crisis de Ucrania desbarató los supuestos fundamentales de Occidente respecto de Rusia, y muchos analistas y políticos optaron por creer que el presidente ruso, Vladimir Putin, actúa irracionalmente. Pero lo que hay que cuestionar son los supuestos occidentales. En particular, ¿por qué Rusia se lanzó tan decididamente a perturbar el orden internacional, primero en Georgia, en el 2008, y ahora en Ucrania?

A primera vista, ambas campañas parecen conflictos territoriales posimperiales. Según esta imagen, como Rusia sabe que no puede recuperar el antiguo imperio, optó, en cambio, por arrebatar a sus vecinos porciones de territorio, con un nebuloso concepto de justicia étnica e histórica como justificación. Y lo mismo que el expresidente serbio Slobodan Miloševiæ, Putin disfraza de salvación nacional la agresión externa, a fin de reforzar su popularidad interna y marginalizar a sus opositores.

El método de Putin se parece mucho a las ideas que expuso el premio nobel ruso Aleksandr Solzhenitsyn en su ensayo de 1990 “Cómo reorganizar Rusia”. En relación con los antiguos Estados satélites de la Unión Soviética, el autor sugiere permitir la separación de esos “pueblos ingratos”, pero conservando territorios a los que Rusia tuviera derecho, como el este y sur de Ucrania, el norte de Kazajistán y el este de Estonia, con sus poblaciones étnicas rusas, y las regiones georgianas de Abjasia y Osetia del Sur, extensiones culturales del Cáucaso septentrional ruso.

Pero sería un error pintar a Putin como otro nacionalista romántico descontrolado. Putin eligió Georgia y Ucrania no para restaurar el compromiso emocional de los rusos con Osetia del Sur o Crimea, sino para castigar a esos países por sus relaciones peligrosas con Occidente, en particular, la ambición georgiana de unirse a la OTAN y el deseo ucraniano de firmar un acuerdo de asociación con la Unión Europea (UE). De hecho, la reacción de Rusia es coherente con su discurso recurrente, que dice que la están expulsando de su propio vecindario y que está rodeada por potencias occidentales hostiles.

Los vanos intentos de los políticos occidentales de convencer a Putin de que la expansión de la OTAN y la UE hacia el este beneficiaría a Rusia al crear una zona de paz y prosperidad en sus fronteras fueron ingenuos e insultantes. No serán los estadounidenses o los europeos, por muy razonables que parezcan, quienes digan a Rusia lo que le conviene.

Desde el punto de vista del régimen ruso, decir que el objetivo de la expansión de la UE y la OTAN es la difusión de valores, instituciones responsables y buena gobernanza (y no la competencia militar o económica) es pasarse de hipócrita.

Precisamente, la difusión de valores e instituciones occidentales es lo que más teme Putin. Sostener la democracia en las fronteras de Rusia puede tener un peligroso efecto “ejemplificador”, al alentar demandas similares en la población rusa. De hecho, Putin cree que los levantamientos democráticos de la última década en Georgia y Ucrania fueron conspiraciones occidentales contra Rusia. Podrá sonar paranoico, pero sus temores son racionales: la presencia de democracias al estilo europeo en las fronteras de Rusia le haría mucho más difícil mantener su autoritarismo dentro del país.

Pero el desaire implícito en el intento de expansión de la UE y la OTAN va mucho más allá. La derrota de Rusia en la Guerra Fría y la pérdida de su imperio convirtieron a la exsuperpotencia global en un actor regional de segunda categoría en apenas un par de años, a los que siguió una década de conmoción económica y decadencia.

Este colapso geopolítico se debió, en parte, a los intentos de persuadir a los rusos (por no hablar de sus “naciones cautivas” en Europa central y del este) de que la democracia al estilo occidental y el libre mercado eran mejores, lo cual implicaba, además, la superioridad moral de Occidente, noción difícil de tragar para el país de Pushkin y Dostoievski.

Con esta mentalidad, Putin y sus partidarios dentro y fuera del país ven la democracia y el libre mercado no como la ruta a la paz y la prosperidad, sino como parte de una inicua conspiración cuyo objetivo es destruir a Rusia. Para colmo, el experimento democrático del país en los noventa trae a muchos rusos solamente recuerdos de miseria y humillación.

Los líderes occidentales se engañan, si creen que podrán cambiar esa mentalidad con promesas y razones, o con muestras de respeto simbólicas. Pero tampoco pueden hacer la vista gorda a las agresiones rusas, como cuando Rusia atacó Georgia en el 2008 y Occidente desestimó el conflicto como un choque entre dos líderes temperamentales.

En síntesis, aunque para Occidente es perfectamente racional querer a Rusia como socio, Moscú ve a Estados Unidos y a la Unión Europea como enemigos. No hay modo de hacer a Putin una propuesta de colaboración con Occidente que pueda aceptar: los países occidentales tendrían que echar por la borda sus valores fundamentales o Rusia tendría que cambiar.

La historia sugiere que Rusia solamente cambia cuando experimenta una inequívoca derrota geopolítica. La de la guerra de Crimea (1853-1856) condujo a la abolición de la servidumbre y a otras reformas liberales. La derrota a manos de Japón en 1905 produjo el primer Parlamento ruso y las reformas de Piotr Stolypin. El desastre de Afganistán en los ochenta creó el entorno conducente a la perestroika de Mijaíl Gorbachov.

En última instancia, serán los propios rusos quienes decidan qué constituye una derrota. Si Putin se las arregla para hacer pasar por éxito su ataque a Ucrania, Rusia seguirá con sus imposturas y bravuconadas internacionales.

Pero un país muy diferente podría nacer, si los rusos llegan a ver a Ucrania como una aventura irresponsable.

Ghia Nodia es presidente del Instituto para la Paz, la Democracia y el Desarrollo del Cáucaso, con sede en Tiflis, Georgia. © Project Syndicate.