¿Curar a Messi?

La atracción homosexual es una manifestación más de la sexualidad humana

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Luego de una noche de tragos, Juan y Pedro se despidieron. A la mañana siguiente, Pedro se enteró de que Juan estaba hospitalizado y fue a visitarlo. Al verlo, le preguntó qué le había pasado. Juan le contestó: “cuando volvía de la cantina, cruzando el potrero, me salió un toro, pero como yo estaba tan tomado, vi dos toros. Muerto de miedo, empecé a correr hacia la salida, pero en vez de una puerta veía dos”. “¿Y qué pasó?”, le preguntó Pedro. “Diay, que me metí por la puerta que no era, ¡y me agarró el toro que era!”. Esta parábola, que le escuché al teólogo (y entrañable amigo) Juan Stam, ilustra, a mi juicio, el desatino de quienes hoy, inspirados en la fe cristiana, pretenden curar la homosexualidad.

Reflexión teológica y moral. La atracción erotizada hacia personas del mismo sexo es una manifestación comportamental más de la sexualidad humana. No es ni una enfermedad que requiera ser curada, ni un pecado que deba ser perdonado. Respecto de lo primero, la comunidad científica, muy mayoritariamente, ha sido clara. En cuanto a lo segundo, más complejo por su imbricación ideológica, quiero invitar a los creyentes a la reflexión. A una reflexión teológica y moral, que no cierre las puertas a la empatía y a la honestidad intelectual, ambas derivables del amor cristiano al prójimo y a la verdad.

La teología moral no fundamenta el carácter pecaminoso de una conducta o pulsión en el arbitrario capricho divino que estableció que tal o cual cosa es mala. Los cristianos no creemos en un santulón cósmico que legisla, vigila y condena, por su soberano antojo. Discernimos en todos los pecados, desde el odio hasta la gula, desde la codicia hasta la envidia, la mentira o la crueldad, lacras con una manifiesta potencialidad destructiva, tanto de quien las anida, como de quienes le rodean. El pecado es pecado porque nos lastima y, solo por eso, es condenado por un Dios que (creemos que) nos ama. El pecado, más que una “violación a la ley de Dios”, es una rémora para la vida en plenitud que (creemos que) Dios quiere para su Creación.

El hecho de que dos personas del mismo sexo, en uso de sus facultades y en el ejercicio de su libre voluntad, se atraigan sexualmente y establezcan un vínculo amoroso entre ellas, ¿qué daño les hace a ellas o a quienes les rodean? ¿De qué forma manifiesta, y no abstracta, destruye eso sus vidas (como lo hace la infidelidad o la gula, por ejemplo)? Y si no lo hace, ¿sobre qué base condenaría Dios (que creemos que es justo), ese gusto sexual y ese sentimiento amoroso? FueWilliam Godwin, calvinista acérrimo, quien escribió: “El propio Dios no tiene derecho a ser un tirano”. No es de extrañar que su hija, Mary Shelley, legara al mundo esa joya de hondura espiritual y filosófica que es Frankenstein o el moderno Prometeo.

Es absolutamente injustificado, más visceral que otra cosa, el rechazo, el repudio, la culpabilización, que el científico Víctor Frankenstein descarga sobre su criatura. Apenas aquel ser cobra vida propia (¿no era eso lo que quería su creador?), se asquea de él. No queda claro el porqué. Pienso que es la forma de Shelley para subrayar la injusticia del creador; de ese creador. Yo no creo en un Dios así, en un Dios que sopla su genio sobre la pierna izquierda de Messi y luego lo condena por ser zurdo. Y el punto no me parece baladí, porque la forma en que las personas imaginamos a Dios tiene una influencia determinante en nuestra conducta y juicios valorativos.

Esa proyección imaginativa debería resultarnos más fácil a los cristianos: si creemos que Dios se reveló plenamente en Jesús de Nazaret, es en su rostro, compasivo y liberador, en donde debemos buscar el rostro de Dios. Fue lo que hizo (aunque trágicamente tarde) Mary Griffith, cuya historia fue llevada al cine en la película Prayers for Bobby (2009). Al enterarse de que su hijo menor, Bobby, “decía” ser homosexual, lo envolvió con el amor ortopédico que hoy alienta a los terapeutas cristianos que pretenden curar la homosexualidad. La tensión creciente entre el anhelo de la madre por redimir a su hijo y el de este por afirmarse como persona y asumir con alegría el pálpito de su cuerpo, desembocó en el suicidio de Bobby.

El guion, quién sabe cuántas veces reeditado, de un absurdo: un muchacho noble e inteligente, al que un imaginario religioso sofocante acaba por quebrarle la espina dorsal de la autoestima, dejándole, como única salida, destrozar su cuerpo contra unos furgones en media autopista (casualmente, la criatura de Frankenstein también llegó al convencimiento de que la única solución para su existencia errante y fugitiva, solitaria y degenerada por la falta de amor y compasión de sus semejantes, era la muerte, la autoeliminación, en una pira funeraria en la más distante región del planeta). Es tras la muerte de Bobby, que su madre inicia un dolorosísimo proceso de arrepentimiento y conversión, hasta llegar a entender, desde su fe y no contra esta, que Bobby era un chico maravilloso, que Dios lo amaba como era, y que el problema se encontraba no en él, sino en su entorno de odio e ignorancia.

Muro de odio. Este afán por curar gais es igual a ver toros donde no los hay. La puerta de salida “terapéutica” es falsa. Nos estrellaremos contra un muro de más resentimiento (ganado a pulso) de los homosexuales contra el cristianismo, mientras que a los muchos homosexuales que no lo han asumido, y hoy asisten a nuestras congregaciones, les cerraremos todas las puertas de realización personal, empujándolos a la frustración, a la doble vida y a la depresión.

Sobre todo en un país en el que la violencia y el odio nos estalla en la cara (con perritos cruelmente torturados, mujeres más seguras en la calle que de puertas para adentro de sus sacrosantos hogares y chiquitos que llegan al Hospital de Niños brutalmente golpeados por sus heterosexuales progenitores), no estamos queriendo ver al toro que sí es y que nos está revolcando.