Cuando no se quiere reconocer la verdad

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Hace casi un año, asumí la presidencia de la República con el voto de más de un 1.320.000 costarricenses. Lo hice elevando la bandera del cambio y de la lucha contra la corrupción. Cansado de desigualdad, ilegalidad e ineficiencia, el pueblo de Costa Rica demandó una nueva forma de gobernar: más cercana, más transparente, más dispuesta a rendir cuentas. Y todo eso, sin desatender las realidades de un sistema político atrofiado, opaco y dominado por la cultura burocrática del “no se puede”.

A los cien días, emití un balance sobre el estado de la nación. Brutalmente franco, levanté los velos que otros habían mantenido abajo durante décadas para mostrar las vergüenzas de un Gobierno que se había acostumbrado a hacer las cosas mal, a medias, con contratos y alquileres lesivos al interés nacional; con instituciones carcomidas por las malas prácticas administrativas; con programas sociales duplicados, mal otorgados o pésimamente gestionados en contra de las necesidades de las personas menos favorecidas.

Y también dije que, pese a ello, mi gobierno daría la cara por los errores cometidos y haría valer el Estado de derecho, defendería la seguridad jurídica de los contratos suscritos por gobiernos anteriores si estos contaban con los refrendos de ley y, sobre todo, que asumiría la responsabilidad de conducir al país en clave democrática, sin abusos ni arbitrariedades y garantizando en todo momento la supremacía de las responsabilidades que la Constitución impone a quienes temporalmente ocupamos la titularidad del poder Ejecutivo.

No ha sido fácil realizar esa tarea. Más allá de la “curva de aprendizaje” que tuvimos que experimentar como equipo de gobierno durante los primeros meses de gestión, la situación del país y el deterioro y los blindajes que encontramos en las instituciones para favorecer a pequeños grupos de presión y de interés fueron mucho mayores de lo esperado.

La renuencia al cambio, la resistencia a perder privilegios y la negativa a cambiar las prácticas malsanas enquistadas desde hace décadas en el aparato público, con connivencia de poderosos sectores privados, ha sido abrumadora. Y ello ha venido acompañado de un acoso mediático cotidiano en el cual el uso de titulares alarmistas o abiertamente falsos, de malas noticias subrayadas y buenas noticias muy bien disimuladas se han convertido en regla. Si un extraterrestre llegara a San José y leyera algunos medios de comunicación en estos días, pensaría que Costa Rica está al borde de la catástrofe económica y social. Y se equivocaría. Mucho.

Este gobierno ha hecho respetar la ley y gracias a ello se ha iniciado la construcción de la terminal de contenedores en Moín y el nuevo muelle multipropósito en Caldera después de más de una década de atraso; se han aprobado las leyes que permitirán obras tan importantes como la carretera Alajuela-San Ramón y la ampliación de la carretera a Limón; se han denunciado (como nunca se hizo antes) las convenciones colectivas de bancos e instituciones públicas para renegociar sus términos de referencia cuando sean abusivos; se ha iniciado una reestructuración de los regímenes de salarios y bonificaciones de la banca nacional; se han introducido enormes economías en gastos injustificados o abusivos en ministerios y otras entidades del Gobierno central; se han congelado más de 2.000 plazas en el sector público; se intentó poner en regla –y seguimos en ello pese a las resoluciones de la Sala Constitucional- los regímenes de pensiones que otros gobiernos nunca tutelaron; y se han introducido cambios cuyo resultado, como ejemplifica el pago puntual y previo al inicio de clases del Fondo Nacional de Becas por primera vez en seis años, generó cumplimientos no vistos en la última década.

Y en el ámbito económico: el país es el quinto en crecimiento en América Latina; ha disfrutado ocho meses de estabilidad monetaria; no ha crecido tampoco el déficit fiscal que, recibido de la administración anterior en un 5,7% del PIB, se calculaba aumentaría en más de un punto durante el año 2014; se han generado más de 5.000 empleos al año y se seguirá haciendo a lo largo de todo el 2015 pese a las cifras alarmantes de desempleo que heredamos. Contamos ya con una Banca de Desarrollo y programas de fomento para las pequeñas y medianas empresas que finalmente camina. Más aún, gracias a los esfuerzos del Ministerio de Hacienda la recaudación fiscal ha mejorado, al cierre de diciembre del 2014 creció un 6%, más de ¢200.000 millones. Tanto, que la última calificación de Standard&Poors (que nuestros adversarios adelantaban decrecería) se mantuvo con nota de “estabilidad”, un logro inmenso si se consideran todos los desequilibrios estructurales negativos que el modelo de desarrollo prevaleciente –no mi gobierno- ha acumulado en Costa Rica durante las últimas tres décadas.

Pese a ello, al clima favorable y abierto a las inversiones extranjeras y a los emprendimientos nacionales, a las buenas relaciones de Costa Rica con el mundo, a nuestro esfuerzo permanente por mejorar de manera consistente la condición del sector agroproductivo (pago de todas las deudas del Consejo Nacional de la Producción por más de ¢7.500 millones, defensa de la producción arrocera y azucarera, promoción de las exportaciones de café entre otras) y a que mantenemos las tarifas eléctricas estables, corremos el peligro de hacer de estas voces agoreras una realidad percibida, fenómeno que, como sabemos, constituye uno de los más grandes riesgos en política.

El Gobierno está haciendo las cosas bien. Quizá se hayan cometido errores o se cometan otros, pero la verdad es que estamos trabajando según lo prometimos, para mejorar la situación del país en medio de una situación que –resultado de treinta años de políticas erradas e injustas- hoy le pasa la factura al pueblo costarricense. Lamento que no se quiera decir ni reconocer la verdad, pero esa es la tesitura en la que nos encontramos. Y vamos a hacer lo necesario para corregirla. Por el bien del país. Por el bien de Costa Rica.

El autor es presidente de la República.