Cuando la democracia le falla a la gente

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NUEVA YORK – El ganador del premio Nobel Amartya Sen propuso la famosa idea de que en las democracias no hay hambrunas, ya que los gobiernos responsables harán todo lo posible para evitar el hambre masivo.

El mismo razonamiento debiera aplicarse a la provisión de agua potable; como ocurre con los alimentos, se trata de un recurso indispensable para nuestra supervivencia y bienestar.

Sin embargo, acontecimientos recientes en Estados Unidos ofrecen una deprimente comprensión sobre los límites de la máxima de Sen y la forma en que las democracias pueden fallarles a quienes aparentemente deben servir.

En 2014, el gobierno municipal de Flint, Michigan, dejó de comprar agua a Detroit y comenzó a captarla de un río cercano. La decisión se debió a los costos, y las preocupaciones por la calidad del agua fueron descartadas.

Pero el agua del río corroyó las antiguas tuberías de la ciudad y para cuando salía de los grifos, podía contener elevados niveles de plomo tóxico. Sin embargo, a nadie parece importarle. Los gobiernos de la ciudad del estado se hicieron los distraídos, incluso después de que empresas y hospitales declararon que el agua era inadecuada y comenzaron a usar otras fuentes.

Los residentes de Flint se quejaron del color y el sabor del agua, pero sin importar cuánto elevaron sus voces –individual o colectivamente–, fueron menospreciados como ignorantes o desestimados como quejumbrosos seriales. Incluso después de que algunos médicos presentaran evidencia de que los niveles de plomo en la sangre de los niños de la ciudad se habían duplicado en un año, las objeciones del pueblo de Flint cayeron en oídos sordos.

EE. UU. puede ser una de las democracias más exitosas del mundo, con elecciones regulares y un gobierno representativo que supuestamente es –según la famosa frase de Abraham Lincoln– “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Sin embargo, ninguno de los líderes gubernamentales tomó las medidas necesarias para garantizar que los residentes de Flint tuvieran acceso a agua segura para beber.

Y el de Flint no es un caso solitario, sino emblemático de un problema mundial. Millones de personas en el mundo carecen de acceso al agua potable. Con demasiada frecuencia los pobres del mundo se ven obligados a beber agua contaminada, perforar acueductos o comprar agua embotellada mucho más cara que la que sale de los grifos de sus vecinos más adinerados. Y la cuestión se torna cada vez más importante a medida que la competencia por el agua potable se endurece.

Cuando un gobierno se muestra indiferente o incompetente, la receta habitual es limitar su influencia para liberar el poder del mercado, pero cuando se trata de recursos esenciales como el agua, este enfoque se torna moralmente repugnante.

Asignar el agua potable, por ejemplo, a quienes son capaces de pagar más por ella da como resultado situaciones en que las aplicaciones industriales desplazan a las necesidades individuales y dejan a muchos con las manos vacías.

El verdadero problema no es la escasez de agua, sino que el suministro existente se distribuye de manera desigual y, por lo tanto, no es accesible para los pobres. Esto puede ser tolerable cuando hablamos de bienes comunes (no todos pueden tener un yate), pero cuando se trata de recursos esenciales debemos garantizar el acceso a ellos de manera equitativa.

Eso significa que debemos encontrar una forma mejor para gobernar recursos como el agua. Para que un mensaje sea eficaz, debe llegar a quienes están a cargo e influir sobre ellos, se trate de funcionarios elegidos, reguladores o actores privados. Las elecciones proporcionan a la gente la oportunidad de votar, pero eso no equivale a darles voz (y mucho menos a garantizar que se la escuche).

Flint no es solo una llamada de aviso para la democracia en EE. UU.; es una cruda lección sobre la necesidad de contar con una mejor gobernanza en todo el mundo. Cuando los esfuerzos para recortar costos resultan en que el agua para beber no cumple las normas básicas de salud, el “gobierno para el pueblo” se ha visto gravemente erosionado.

Como lo demostró la difunta premio Nobel Elinor Ostrom, la gente común es capaz de compartir los recursos y evitar la “tragedia de los comunes”. Sin embargo, la obligación de actuar descansa en quienes controlan los recursos esenciales, no en quienes los necesitan.

Para solucionar el problema del acceso equitativo, las autoridades deben honrar su responsabilidad ante los gobernados; esto implica escuchar, aprender y, en última instancia, liderar el esfuerzo necesario.

Katharina Pistor es profesora de Derecho en la Columbia Law School y coeditora de Governing Access to Essential Resources (Gobernar el acceso a los recursos esenciales). © Project Syndicate 1995–2016