Corrupción, parches y fantasía

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La euforia es una emoción casi tan agradable como falaz: nos saca en volandas de la compleja realidad y nos sitúa en una dimensión simplificadora, donde las amenazas se diluyen y el enemigo, demonizado, se identifica como elemento exógeno. Así nos sentimos a salvo, protegidos por el consuelo ingenuo que proporciona todo maniqueísmo. Los buenos, por descontado, siempre somos noso-tros.

La contundente victoria de Luis Guillermo Solís en la segunda ronda electoral del pasado 6 de abril refleja a las claras la voluntad popular de cambio, palabra fetiche del presidente electo en su discurso de agradecimiento el mismo día de su proclamación como ganador en las urnas; específicamente, Solís utilizó las expresiones “cambio de época” y “cambio de era”, pero luego añadió un comentario, cuando menos, enigmático: “el pueblo de Costa Rica decidió cambiar, paradójicamente, para que no le cambiaran su identidad”. Cambiarlo todo para que todo siga igual se conoce en ciencias políticas como “gatopardismo”, un peligro inherente al ejercicio de gobernar entre poderes fácticos que deseo sinceramente que esta nueva Administración sepa –y quiera– sortear.

Al leer las acertadas declaraciones del futuro primer vicepresidente de la República y ministro de Hacienda, Helio Fallas, sobre la urgencia de combatir la evasión (que cifra en un 5,8% del PIB, porcentaje cercano a lo que el Estado dedica actualmente a educación) como “mayor problema en la parte fiscal” ( La Nación , 15/04/14), pensé que, tal vez, después de todo, sí sea necesario acometer alguno que otro cambio en la identidad nacional, empezando por esa arraigada insolidaridad acomodaticia que significa desprecio al bien común y, por extensión, miopía respecto al bien individual, ya que este pende de un hilo, si no se garantiza aquel. Las clases pudientes se refugian en burbujas –geográficas y mentales–, pero ignorar la atmósfera solo sirve para hacerla cada vez más irrespirable.

Desigualdad. Costa Rica destaca en desigualdad en América Latina –en sí misma, la región más desigual del mundo–, es decir, es desigual entre los desiguales, alarma roja que recoge tanto el Decimonoveno Informe Estado de la Nación (2013) como el Informe de Empleo del Banco Mundial (2012); uno y otro ponen en evidencia el preocupante aumento en el país del Índice Gini (medidor de desigualdad de ingresos) a contrapelo de la tendencia inversa del continente, pero este último señala, además, que Costa Rica ostenta el dudoso honor de encabezar la desigualdad en ingresos laborales e ingresos por hogar entre quince países latinoamericanos analizados durante el período 2000-2010.

Muchos defraudan amparándose en que el Estado malversa, y así, aplicando alegremente la máxima de que “quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón”, incurren en la contradicción de asumir ellos mismos conductas que teóricamente censuran; al normalizar su delito, encarnan otro refrán menos expiatorio, “se cree el ladrón que todos son de su condición”, una forma de justificar –e incluso celebrar– el envilecimiento colectivo. Por razones obvias, los ricos se llevan la palma en este despliegue de irresponsabilidad.

Cuando hablamos de corrupción –caballo de batalla del PAC durante toda la campaña–, que trasciende lo financiero por ser un concepto de cuño ontológico, lo hacemos desde automatismos que indefectiblemente nos excluyen, como si los trapos sucios del gobierno de turno nos exonerasen de lavar los que cada uno de nosotros podamos acumular en cualquier ámbito de la vida.

El PLN se ha convertido en la bestia negra de la política patria –y no dudo que por méritos propios–, pero cabría preguntarse cuántos de quienes lo acusan ahora sirvieron en su día como peldaños, más o menos inconscientes, para que, paso a paso, fuera ascendiendo por la escalera vergonzosa del expolio; quienes callaron injusticias, miraron hacia otro lado o aceptaron favores contribuyeron, al margen de contriciones extemporáneas, a su entronización. Un solo individuo torcido requiere de múltiples colaboradores para perpetrar sus fechorías, tanto más, cuanto mayor sea el alcance de estas (recordemos que la principal operación de lavado de dinero de la historia, blanqueo de más de $6.000 millones a través de la plataforma del cibercrimen Liberty Reserve, se realizó desde Costa Rica –¿paraíso ecológico o fiscal?– en el lapso 2006-2013 con aquiescencias aún por destapar).

Según Edmund Burke, “para que triunfe el mal, basta con que los hombres de bien no hagan nada”, una sentencia muy similar a la que pronunciaría Martin Luther King dos siglos después: “Tendremos que arrepentirnos en esta generación no solo por las palabras odiosas y acciones de la gente mala, sino por el abominable silencio de la gente buena”. Ambas me parecen desafortunadas, como si condenaran el mal y al mismo tiempo redimieran a sus cómplices: reafirman la iniquidad que denuncian protegiendo a aquellos que no hacen nada por evitarla. Quien se abstiene de intervenir ante el mal no puede ser considerado en ningún caso como “bueno” (¿cómo se puede ser bueno coadyuvando al “triunfo del mal” o guardando “abominable silencio”?), pues la naturaleza misma de esa connivencia mezquina le categoriza ipso facto como malo. En este sentido, la pasividad es maldad, o, si se prefiere, corrupción.

Nula autocrítica. Las causas del subdesarrollo han hecho correr ríos de tinta, y estudiosos mucho mejor preparados que yo las diseccionan desde sesudos análisis micro- y macroeconómicos, pero cada vez estoy más convencido de que su esencia es básicamente actitudinal: la ambigüedad en la comunicación como epítome de la falta de compromiso (un proverbio inglés reza que “una persona vale lo que vale su palabra”), la desconsideración crónica en las relaciones personales (incluyendo la hipocresía y un respeto patológico hacia la figura del abusador) y, sobre todo, la nula autocrítica (el costarricense tiene la gran virtud de conocer sus defectos y el gran defecto de no tener mayor interés en enmendarlos) constituyen, a mi modo de ver, tres pilares del sabotaje que impiden la construcción de un país y de cualquier proyecto vital que valga la pena.

El intelectual y nonagenario Emilio Álvarez Montalván, autor del revelador ensayo Cultura política nicaragüense (las características idiosincrásicas que describe el capítulo “Elementos básicos de nuestra cultura” son extrapolables, en buena medida, a los países hermanos centroamericanos y sudamericanos), no tuvo ningún empacho en reconocer, en una reciente entrevista, que “los dictadores son productos incubados por nosotros mismos, que somos desordenados, incumplidos y mentirosos” ( La Prensa , 11/04/14). El pueblo está lleno de pequeños dictadores –en todos los estratos sociales– que se jactan de hacer lo que les da la soberana gana, así revienten los demás.

Se empieza por eludir las propias fallas empapándose de una concepción mágica de la existencia (García Márquez, maestro del realismo mágico, debería ser considerado tanto etnólogo como novelista), de tal forma que, instalado en el terreno neblinoso de la fantasía, uno se especializa en poner parches a los problemas, en simular resolverlos procrastinándolos, algo así como un artificiero que, en vez de desactivar bombas, las cambia de sitio para que, estallando aquí y allá, nadie pueda culparlo.

La corrupción es un calco de la Hidra de Lerna, ese monstruo mitológico con forma de serpiente policéfala, capaz de regenerar dos cabezas por cada una que le cortaban, cuya muerte Hércules logró quemando la base de las que iba cercenando: hasta que el mal no se extirpa de raíz, subsiste, pues las estocadas parciales a menudo aportan nuevos bríos a lo que se pretende vencer. Todos tenemos cenizas pendientes.