Corrupción indefinible

El término corrupción lo usamos para los de cuello blanco, los que están en el ojo público

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Todos conocemos la palabra; es de uso cotidiano. La empleamos para etiquetar políticos, funcionarios, empresas y ante un sinnúmero de situaciones y actos que nos afectan como ciudadanos. Pero, curiosamente, no hay norma jurídica que la defina.

Dentro y fuera del país se le castiga, se le identifica en conductas de muy diversas clases, pero a la hora de delimitarla no llegamos a un acuerdo. Incluso nuestro gobierno hizo un intento de definirla por medio de una consulta ciudadana, pues aunque tenemos una ley contra la corrupción, en ella tampoco se concreta.

Se dan largos debates (los he visto y los he sufrido) tratando de llegar a un consenso, o al menos de desacreditar la opinión ajena, que solo dejan la sensación de que importa perseguirla solo si es notoria e innegable, solo si se trata de castigar a otros.

No queremos usar esa palabra cuando recurrimos a nuestras influencias para adelantar una cita con el médico o cualquier otro trámite, la reservamos para los de cuello blanco, para los que están en el ojo público.

No nos sentimos culpables cuando perdemos el tiempo en el trabajo o aprovechamos el puesto para ganar privilegios, pero estamos listos con la piedra en la mano para cuestionar a cualquiera que obtenga una ventaja a la que no tengamos acceso.

Cuando nos perdemos al tratar de entender una palabra, conviene volver a su origen. En este caso, al acto de “romper” o destruir algo (o a alguien), es decir echarlo a perder, desvirtuarlo. De allí nos viene la famosa figura, real y metafórica, de que una fruta podrida corrompe a las otras.

Distintas magnitudes. Así, hablamos de corrupción en la función pública cuando la echamos a perder, cuando desvirtuamos sus objetivos. Y en esto caben tanto los sobornos multimillonarios como el uso de un par de horas de trabajo para terminar mis tareas de la universidad.

Claro que las magnitudes son distintas, pero en ambos casos estamos desviando, desvirtuando, corrompiéndonos a nosotros mismos, pues buscamos cómo justificarnos y terminamos por asumir como normal lo que no debería serlo.

Hablamos de corrupción en general cuando dejamos de lado los fines de nuestros trabajos, de nuestro quehacer ciudadano y hasta nuestras vidas personales.

Se corrompe el médico que en lugar de velar por la salud, lo hace por su propio peculio y promueve el uso de fármacos por los que le prometieron una ganancia. Lo hace el periodista que en lugar de informar, busca su propia fama. Se corrompe el estudiante que hace trampa, el chofer que voluntariamente da mal el cambio y el conductor que irrespeta la señalización de tránsito. Hasta cuando faltamos a nuestra palabra nos corrompemos.

Declive personal. No digo que todos estos actos sean delitos o que deban ser perseguidos y penados. Lo que señalo es que con cada uno de ellos nos vamos echando a perder, nos vamos desvirtuando, nos viciamos. Y con cada actuación de un vicio o una virtud, explicaba el filósofo José Luis López Aranguren, describimos, corregimos o subrayamos los rasgos de nuestro carácter.

La lucha contra la corrupción no empieza con la persecución penal, se inicia con que cada persona tenga claridad de sus fines, de las razones que justifican el oficio que ejerce y su papel en la sociedad.

Se inicia en un esfuerzo constante por mejorar, por mejorarse. Porque cuando dejamos de lado esos fines, nos empezamos a echar a perder y terminamos por corrompernos.

Cuando nos desviamos de nuestro camino, el mayor daño nos lo hacemos nosotros mismos. Como escribió el filósofo español Emilio Martínez, la raíz última de la corrupción reside en la pérdida de la vocación, en la renuncia a la excelencia.

El autor es psicólogo.