Contraorden para las bombas de los Estados Unidos

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NUEVA YORK – Cuando el Congreso de los Estados Unidos examine la cuestión de autorizar o no la intervención militar en Siria, sus miembros deben tener presente una verdad fundamental: si bien el Presidente de Siria, Bashar Al Asad, ha recurrido repetidas veces a una violencia extrema para conservar el poder, los Estados Unidos –y otros gobiernos de Oriente Medio y de Europa– comparten la responsabilidad de haber convertido a Siria en un campo de exterminio.

Esos gobiernos, encabezados por los EE. UU., han procurado explícitamente el derrocamiento violento de Asad. Sin su participación, lo más probable es que el régimen habría seguido siendo represivo; con su participación, Siria se ha convertido en un lugar de muerte y destrucción en gran escala. Más de 100.000 personas han muerto y muchos de los tesoros culturales y arqueológicos del mundo fueron destrozados.

La guerra civil de Siria ha tenido dos fases. La primera, de enero de 2011 hasta marzo de 2012, fue en gran medida un asunto interno. Cuando en enero de 2011 estalló la “primavera árabe” en Túnez y Egipto, estallaron también las protestas en Siria. Además de las reivindicaciones habituales en un régimen brutal, los sirios padecían una sequía generalizada y los precios de los alimentos estaban por las nubes.

Las protestas pasaron a ser una rebelión militar cuando parte del ejército rompió con el régimen y creó el Ejército Libre Sirio. Probablemente la vecina Turquía fuera el primer país que apoyó la rebelión en el terreno, al ofrecer refugio a las fuerzas rebeldes a lo largo de su frontera con Siria. Aunque la violencia iba en aumento, el número de víctimas mortales no había superado los millares y no llegaba a las decenas de millares.

La segunda fase comenzó cuando los EE. UU. contribuyeron a la organización de un gran grupo de países para respaldar la rebelión. En una reunión de ministros de Asuntos Exteriores celebrada en Estambul el 1 de abril de 2012, los EE. UU. y otros países prometieron apoyo logístico y financiero activo para el Ejército Sirio Libre. Lo más importante fue que la entonces Secretaria de Estado, Hillary Clinton, declaró: “Creemos que Asad debe marcharse”.

Esa simple declaración, sin medio claro alguno para lograr el objetivo, ha contribuido mucho a intensificar la escalada militar y a aumentar el número de víctimas mortales en Siria, al tiempo que obligaba a los EE. UU. a defender repetidas veces su credibilidad mientras Asad probaba cruzar la línea en la arena que Washington no debió haber trazado.

Entonces y ahora, los EE. UU. han dicho hablar en favor del interés del pueblo sirio. Es muy dudoso. Los EE. UU. ven a Siria principalmente a través de la lente de Irán. Procuran deponer a Asad para privar a los dirigentes del Irán de un importante aliado en la región fronteriza con Israel. Así, pues, la mejor forma de entender la actuación encabezada por los EE. UU. en Siria es la de una guerra por interpósita mano con Irán, estrategia cínica que contribuyó al aumento en gran escala de la violencia.

Pasar de ser un posible mediador a respaldar activamente la insurrección fue un error terrible y previsible. Colocó a los EE. UU. en oposición a la iniciativa de paz de las Naciones Unidas, entonces encabezada por el ex secretario general Kofi Annan, cuya actitud era pedir un cese el fuego seguido de una transición política negociada. Los EE. UU. obstaculizaron ese proceso al respaldar la rebelión militar e insistir en la salida inmediata de Asad.

Resulta difícil entender esa metedura de pata. Aun cuando los EE. UU. pretendieran en última instancia obligar a Asad a abandonar su cargo, su torpe actuación endureció la resistencia de Asad, además de la de sus dos aliados en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas: Rusia y China. Aparte de procurar defender sus propios intereses en la región, los dos países rechazaron, comprensiblemente, la idea de un cambio de régimen en Siria dirigido por los EE. UU. Rusia sostuvo que la insistencia en la salida inmediata de Asad era un impedimento para la paz y en eso tenía razón.

De hecho, Rusia estaba desempeñando un encomiable papel constructivo en aquel momento, si bien con la premisa de que Asad permaneciera en el poder durante al menos un período de transición, ya que no indefinidamente. Rusia aspiraba a un planteamiento pragmático que protegiera sus intereses comerciales en Siria y su base naval en el puerto de Tartus, al tiempo que pusiese fin al derramamiento de sangre. Los rusos respaldaron claramente la iniciativa de paz de Annan. Sin embargo, como los EE. UU. y otros financiaron a los rebeldes, Rusia (e Irán) suministraron más armas –y más avanzadas– al régimen.

Ahora, con la utilización de armas químicas, probablemente por parte del gobierno de Siria (y posiblemente por ambos bandos), los EE. UU. han encarecido la apuesta. Al esquivar una vez más a las Naciones Unidas, están declarando su intención de intervenir directamente bombardeando a Siria, aparentemente para disuadirla de la utilización de armas químicas en el futuro.

Los motivos no están del todo claros. Tal vez no haya en ello una lógica subyacente de la política exterior, sino solo negligencia. Sin embargo, si hay algún tipo de lógica, por débil que sea, parece girar en torno a Irán e Israel, en lugar de Siria per se . Hay muchas dictaduras en el mundo que los EE. UU. no intentan derrocar. Al contrario, muchas de ellas son claramente aliadas de los Estados Unidos. Así, pues, ¿por qué siguen los EE. UU. respaldando una rebelión sanguinaria en una guerra civil que se intensifica peligrosamente, ahora hasta el punto de caer en los ataques con armas químicas?

Dicho de forma sencilla, el gobierno del presidente Barack Obama ha heredado la concepción conservadora del cambio de régimen en Oriente Medio. La idea primordial es que los EE. UU. y sus aliados sean quienes elijan a los gobernantes de esa región. Asad no debe marcharse porque sea autoritario, sino porque está aliado con Irán, lo que, desde la perspectiva de los EE. UU., Israel, Turquía y varios países del Golfo, lo convierte en una amenaza regional.

Probablemente los EE. UU. se hayan dejado seducir para favorecer los estrechos intereses de esos países, ya se trate de la nada convincente concepción de su seguridad por parte de Israel o la oposición de los países suníes al Irán chií, pero, a largo plazo, la política exterior de los EE. UU., divorciada del derecho internacional, no puede producir otra cosa más que guerra.

Los EE. UU. deben cambiar de rumbo. Es mucho más probable que un ataque directo a Siria, sin el respaldo de las Naciones Unidas, inflame la región, en lugar de resolver la crisis existente en ella, cosa que ha entendido bien el Reino Unido, donde el Parlamento desafió al gobierno y rechazó participar en un ataque militar.

Más bien, los EE. UU. deberían presentar pruebas de los ataques con armas químicas a las Naciones Unidas, pedir al Consejo de Seguridad que condene a los perpetradores y remitir esas violaciones a la Corte Penal Internacional.

Además, el gobierno de Obama debe intentar colaborar con Rusia y China para imponer la observancia de la Convención sobre Armas Químicas. Si Washington fracasara en el intento, al actuar diplomática y transparentemente (sin un ataque unilateral), Rusia y China se encontrarían mundialmente aisladas respecto de esta cuestión.

De forma más amplia, los EE. UU. deben dejar de utilizar a países como Siria como medios indirectos contra e Irán.

La retirada del apoyo financiero y logístico de los EE. UU. a la rebelión y un llamamiento para que otros hagan lo propio no serviría para abordar el autoritarismo de Siria ni para resolver los problemas de Washington con Irán, pero detendría o reduciría en gran medida las matanzas en gran escala y la destrucción en la propia Siria.También permitiría reanudar el proceso de paz en las Naciones Unidas, pero con los EE. UU. y Rusia colaborando para limitar la violencia, mantener a raya a Al Qaeda (un interés común) y buscar una solución pragmática a largo plazo para las profundas divisiones internas de Siria.

También se podría reactivar la búsqueda de un modus vivendi con e Irán, donde un nuevo Presidente da muestras de un cambio de rumbo en política exterior.

Ya es hora de que los EE. UU. contribuyan a detener las matanzas en Siria, lo que significa abandonar la falsa ilusión de que pueden o deben determinar quién gobierna en Oriente Medio.

Jeffrey D. Sachs, profesor de Desarrollo Sostenible, profesor de Política y Gestión de la Salud y director del Instituto de la Tierra en la Universidad de Columbia. Asesor Especial del Secretario General de las Naciones Unidas sobre los Objetivos de Desarrollo del Milenio. © Project Syndicate.