Choque de civilizaciones occidentales

Los desacuerdos sobre si los países deben acoger a refugiados no son exclusivos de Europa

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PARÍS – En las imágenes de la crisis de los refugiados en Europa se han visto yuxtapuestas multitudes sonrientes en Viena y Múnich, y caras adustas y hostiles en Budapest. El resultado ha sido una oleada de comentarios sobre las “dos Europas”: una acogedora y otra severa.

La verdad es que los desacuerdos sobre si los países deben acoger a refugiados no son precisamente exclusivos de Europa. El contraste mostrado es sintomático de una profunda escisión en el mundo occidental.

La división se produce dentro de los Estados Unidos, la Unión Europea e Israel y –lo que es igualmente importante– en las comunidades judía y cristiana. En un lado están políticos como la canciller de Alemania, Ángela Merkel; el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker; el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama; el exministro de Servicios Sociales Isaac Herzog; y figuras religiosas como el papa Francisco.

En el otro están el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán; la política nacionalista francesa, Marine Le Pen; el candidato republicano a la presidencia de los EE. UU. Donald Trump; el primer ministro de Israel, Benyamin Netanyahu; el cardenal de Hungría, Péter Erdö; y legiones de otros clérigos europeos orientales.

Cada uno de los bandos comparte un punto de vista fundamental sobre el papel de los refugiados en la sociedad. El primer grupo se compone de quienes consideran los valores democráticos más importantes que las identidades étnicas o nacionales. En su opinión, quien quiera que cumpla las leyes de un país puede llegar a ser un ciudadano de pleno derecho y contribuir a la vitalidad de su país de adopción.

Según dicha opinión, la inclusión del “otro” –personas de países y culturas diferentes– no destruye la identidad nacional; la enriquece con nuevas ideas y comportamientos. Los partidarios de ese mestizaje señalan a extranjeros o sus descendientes que han alcanzado posiciones prominentes en sus países de adopción: un latino miembro del Tribunal Supremo de los EE. UU., juristas alemanes expertos en asuntos constitucionales de origen turco, prefectos franceses cuyos padres y abuelos llegaron del norte de África, lores y baronesas británicos con raíces en África y el Caribe y escritores italianos de origen indio.

Así, pues, los partidarios de esa concepción del mundo consideran las vallas y los muros insultos a la humanidad, prueba de que quienes los construyen y mantienen no confían en la pujanza de su país. Sobre todo, se adhieren a una posición universal basada en el derecho internacional y principios éticos, morales y religiosos.

Los cristianos y judíos de este bando subrayan que la acogida de extranjeros y personas necesitadas forma parte de la esencia misma de sus credos respectivos.

Acoger a los necesitados es un imperativo ético, no una opción políticamente condicionada. Pese a que la mayoría de los refugiados procede de países árabes conocidos por su antisemitismo y su posición anti-Israel, los intelectuales judíos de este bando han sido unánimes al acogerlos con los brazos abiertos. Entretanto, el papa Francisco ha dicho con claridad que la acogida a los refugiados forma parte de los valores cristianos.

En el otro lado de la división, están quienes temen a los otros como una amenaza a la identidad nacional. Su respuesta visceral es la de construir vallas y muros, lo más largos y altos posible, ya sea en la frontera entre México y los Estados Unidos, en la frontera de Israel con Egipto o en la frontera de Hungría con Servia (o incluso con Croacia, que es también miembro de la UE).

No es casualidad que las autoridades húngaras y búlgaras hayan recurrido a empresas israelíes en busca de asesoramiento técnico sobre la construcción de sus vallas.

Los miembros de este bando no creen que las sociedades civiles dinámicas puedan integrar a personas de orígenes diferentes en ámbitos democráticos abiertos o que sus países puedan beneficiarse de su acogida.

El riesgo que representan algunas manzanas podridas (traficantes de drogas mexicanos, terroristas islámicos, migrantes económicos o quienes deseen aprovecharse de los sistemas de asistencia social) pesa más que cualesquiera beneficios que la inmensa mayoría de los jóvenes y decididos recién llegados podrían brindar.

Tampoco cree este bando en las convenciones internacionales sobre los derechos de los solicitantes de asilo o el deber de los países signatarios de acogerlos. Se ridiculiza toda apelación a los derechos humanos como si fuera una ingenuidad peligrosa, como también las referencias a los imperativos morales o religiosos. En cambio, se insiste en proteger a la “Nación” contra virus extranjeros. Quienes promueven esas opiniones no son solo políticos, sino también autoridades religiosas destacadas, incluidos prelados católicos de la Europa Oriental, la derecha evangélica de los EE. UU. y los rabinos nacionalistas de Israel.

Este choque de civilizaciones occidentales no puede ser más importante. Quienes cierran puertas y construyen muros no pertenecen a la misma familia que quienes acogen a los necesitados en nombre de valores más altos.

Están en juego los principios fundacionales de nuestras tradiciones democráticas: unos principios debilitados por el propio choque.

Diana Pinto es historiadora y escritora. Su más reciente libro es Israel Has Moved (“Israel se ha mudado”). © Project Syndicate 1995–2015