Cegados por la transparencia

La sociedad de la transparencia es la sociedad de la desconfianza

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Transparencia. Esa es la palabra. La pronuncian como se besa, la escriben como poesía, la decretan como Yahvé que se hiciera la luz, y, cómo no, la echan en falta en los demás. Porque transparente siempre es uno… el otro quién sabe. En su momento fueron los vocablos “democracia”, “libertad” o “razón”, pero hoy el término sacro es transparencia. Gobierne a la derecha, a la izquierda, en zigzag o como le dé la gana, pero con transparencia. Olvide la cédula en la casa si quiere, pero ni loco salga a la interacción social sin su flamante certificado de transparencia, porque todo lo que no sea transparente es sospechoso. Esta es, dice Byung-Chul Han, la sociedad de la transparencia.

Ya cansa. El discurso de la transparencia ya cansa. Cada vez que un fulano me dice, en un alarde de transparencia: “Lo que usted ve, eso soy, no hay nada más” o “mi vida es un libro abierto” o “no escondo nada”, etc., siento, o pena por estar ante un sujeto con la profundidad existencial de un plato, o rabia porque un farsante me está viendo cara de idiota. Sin una máscara no se es persona. Transparentes son solo los fantasmas, esas ya-no identidades sino entidades carentes de vitalidad. Porque lo propio de la vitalidad es la densidad y a esta le es consustancial la opacidad. Y como al igual que los fantasmas, no existen las personas realmente transparentes, la sociedad de la transparencia es la sociedad de la impostura. La sociedad de Black Mirror, de la evaluación permanente, de la búsqueda desesperada de aprobación y del zoom ilimitado, sin distancias, sin respeto.

En treinta años, dice Castells, la confianza pública en las democracias occidentales se ha venido a pique, pero según este discurso se promueve la transparencia para generar confianza. Una lógica tan absurda como la de quien le dijera a su pareja: “Amor, para promover la confianza entre nosotros voy a contratar a un detective que te siga y me reporte todos tus movimientos”. No, la transparencia no genera confianza. La transparencia es necesaria en la medida en que se ha perdido la confianza y la confianza es prescindible en la sociedad de la transparencia. La sociedad de la transparencia es la sociedad de la desconfianza. Es la sociedad del control. Es la sociedad del escándalo y la denuncia. La sociedad de la fe ciega en el lente de la realidad mediada, sin conciencia sobre sus insalvables limitaciones (porque nadie puede dar cobertura a todo) y, en no pocas ocasiones, también vicios, como el de visibilizar para ocultar.

Sea por limitaciones naturales o por pecados veniales (naturalizados en las dinámicas de producción de noticias), el foco siempre enfoca, y siempre que se enfoca se desenfoca. Al final, como sociedad, con más frecuencia de la que quisiéramos, como los fariseos a los que criticó Jesús, colamos la galleta, pero tragamos el cemento.

Paradoja. ¿No es esta la gran paradoja de nuestro tiempo? La sociedad de la transparencia, que Castells llama la era de la información, es, a la vez, la época de la posverdad. Dicho de otro modo, ¿cómo es posible que se extiendan las sombras de la posverdad en la era de la información y la transparencia? Quizá haya que empezar por problematizar la relación entre transparencia y verdad. Desvelar objetos y pegarles los ojos (que es la obsesión de nuestra pornográfica sociedad de la inmediatez) no ayuda a percibirlos mejor.

Para mejor comprender la polis, Platón se aleja de ella a El Pireo y para potenciar la carga erótica de los cuerpos Barthes señala los entresijos del vestido y la piel con sus intermitencias de ocultamiento. Ni se acercan ni desnudan, que es hoy nuestro primer reflejo para apreciar algo. Nos hace falta pausa y reflexión. Criterio como consumidores de información. No todos los contenidos en la red, ni siquiera los provenientes de los medios de prensa, son información en el más elevado sentido de la palabra. Tampoco ver es sinónimo de comprender, ni todo lo que se ve es real. Por eso ese mantra de presentador de noticias “las imágenes no mienten”, es, cuando no un embuste para tontos, una simpleza de incultos. Saber informar es el arte del buen periodista, pero saber informarse es responsabilidad del buen ciudadano.

En la llamada era posfactual hacemos bien en recuperar el valor del respeto por los hechos, por el dato duro y verificable, en servicio de lo cual, por ejemplo, la mejor prensa nos ofrece hoy el periodismo de datos y el fact checking. Cometemos un error, sin embargo, si esto, que es necesario, lo consideramos suficiente, porque no, no lo es.

Al igual que la relación entre transparencia y verdad, es necesario replantearse la relación entre los hechos y la verdad. Porque para engañar no se necesita mentir. El arte de engañar no consiste en ocultar los hechos sino en reclutarlos para tu causa.

Falsear los hechos es la forma más pueril de ocultar la verdad. Es lo propio de los niños, del vendedor de crecepelo, del gacetillero de poca monta y del politiquillo pesetero. Se puede llevar a error a otros, en cambio, sin alterar en absoluto los hechos. Porque los hechos, en sí mismos, no crean sentido.

Sin necesidad de adulterarlos, pueden ser tan fiables en el azaroso mar de las interpretaciones, como faros móviles colocados de forma adrede para que los que los siguen se estrellen contra las rocas que los circundan.

Basta con dotarlos del sentido adecuado, enlazarlos y organizarlos de tal forma que la luz de unos se proyecte sobre las sombras de otros, dosificando con tino su sucesión para que su ritmo (y los silencios que todo ritmo supone) compongan ese canto de sirenas que arrastra a los incautos a sumergirse en las profundidades del engaño.

Cara oculta. El mayor de estos engaños, casualmente, podría ser la propia promesa de la sociedad de la transparencia: el mayor control de la sociedad civil sobre el poder y, por consiguiente, nuestra mayor libertad como ciudadanos. Probablemente sea todo lo contrario y se deba a la cara oculta de la transparencia: el big data.

Fue el tema de portada de la edición de la revista Newsweek de mediados de junio, redactado por Nina Burleigh y titulado Brainwashed. How big data is corrupting democracy? Sin pretender negar los innegables puntos positivos de nuestra creciente capacidad para generar, recolectar, almacenar, procesar y analizar enormes cantidades de datos (que van desde la protección civil hasta valiosísimos avances médicos, pasando por un más adecuado diseño de políticas públicas), lo cierto es que nuestra entusiasta transparencia está permitiendo (como nunca soñó un agente de la Stasi o de la KGB) la construcción de una sociedad de la vigilancia.

Verdadera psicopolítica que, en la reciente campaña de Trump, permitió la creación de perfiles psicográficos mediante los cuales se logró la máxima segmentación de los mensajes electorales, disparados a las mentes de los electores a través de atajos emocionales que burlaran a sus centinelas cognitivos. Peor aún, según el reportaje de Burleigh, esos datos y su capacidad para trabajar con ellos, permitieron a los estrategas de la campaña republicana crear “cámaras de eco” o circuitos de coincidentes, y así romper la “Espiral del silencio” y la “Ventana de Overton”, derribando los límites de lo aceptable en el discurso público de esa sociedad y abriendo fétidos ambientes propicios para la expresión impune de discursos supremacistas, racistas, misóginos y homófobos.

En semanas, esos discursos pasaron de los foros digitales a las pancartas y a las manifestaciones en las calles. Y así nos obsequiaron una paradoja más: la sociedad abierta, de la mano de los populismos y el resurgir de los nacionalismos, empieza a cerrarse sobre sí misma.

El autor es abogado.