Cárcel y exclusión en América Latina

Cada sociedadtiene la delincuenciaque alimentay estimula

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No es sencillo hablar del sistema penitenciario en clave democrática cuando la evidencia empírica confirma que, históricamente, los aparatos carcelarios han sido incapaces de respetar en toda su dimensión los derechos humanos de quienes han infringido las normas de convivencia.

El privado de libertad es segregado de hecho de la sociedad, pero, también, simbólicamente, en tanto, a partir de él, se construye en el imaginario colectivo la idea del malo, del que de cara a la mayoría representa los antivalores que deben ser aniquilados por medio del apartamiento.

En 2014, el CIDE de México y el Centro de Estudios Latinoamericanos de Inseguridad y Violencia de Argentina demostraron que las cárceles albergan un gran número de jóvenes provenientes de entornos sociales desestructurados, que cometieron mayoritariamente delitos patrimoniales.

Datos de la Dirección General de Adaptación Social dicen que la situación es parecida en Costa Rica. Del total de personas sentenciadas, más del 50% tiene apenas primaria o es analfabeta.

La cuestión de la edad también habla de un tipo de delincuencia que se ejecuta muy temprano en la vida: casi 70% de los sentenciados ingresaron entre los 18 y los 36 años. Del mismo modo, más del 60% de las condenas están vinculadas a delitos contra la propiedad. Cuando se habla de la selectividad penal lo que se quiere decir es que el sistema primero define quiénes serán institucionalizados y luego los institucionaliza.

Los destinatarios de las cárceles son personas pobres o vulnerables –como las mujeres víctimas de violencia que delinquen presionadas por sus parejas– a las que las oportunidades nunca les llegaron.

Desigualdad como factor. No quiero decir con esto que pobreza sea sinónimo de delincuencia, pero sí, como dijo Elías Neuman, que la desesperación y la exclusión social pueden conducir a la delincuencia, sobre todo, a la delincuencia que atiborra nuestras cárceles.

Se atribuye a Enrico Ferri la frase “cada sociedad tiene la delincuencia que merece”; quizás, más preciso sería decir que “cada sociedad tiene la delincuencia que alimenta, que promueve, que estimula”.

En el caso de América Latina, es palmario, aunque ha habido periodos de bonanza económica, que no hemos sido capaces de resolver la punzante desigualdad y esto define el tipo de delincuencia que se padece, seguimos siendo la región más desigual del planeta y eso no es poca cosa.

No es de extrañar, entonces, ni el promedio de edad de las personas que entran en conflicto con la ley penal, ni su nivel de escolaridad ni el tipo de delito por el que son sancionadas. Hay una relación de causalidad entre esas variables y la rampante inequidad de la región.

¿Es posible transformar este estado de cosas? ¿Es posible modificar nuestro sistema penal? Una primera respuesta, cargada de una sincera dosis de realidad, es que esta concepción del delito, de lo punitivo, se encuentra fuertemente arraigada.

Hay quienes, a veces arropados por importantes caudales políticos, defienden, tal vez por desconocimiento, un modelo sancionatorio que reproduce la exclusión y la injusticia. Además, en América Latina, nos enfrentamos a crisis fiscales y problemas de financiamiento; variables que sin ser el factor más determinante sí que tienen un impacto directo sobre las políticas penitenciarias que pueden formularse o, para ser más precisa, reformularse.

Hacerlo diferente. A pesar de un panorama sombrío y desesperanzador, hay experiencias que hablan de que, aun con las dificultades de origen, es posible un sistema penitenciario en el que se construyan estrategias que ofrezcan oportunidades para que la privación de la libertad no traiga consigo la privación de los otros derechos fundamentales, sino la creación de fórmulas que faciliten, en rigor, el egreso de la cárcel.

En algunos países se han hecho esfuerzos reales y efectivos para modificar el modelo penitenciario tradicional. Suecia es un buen ejemplo. Entre el 2011 y el 2012, el número de personas privadas de libertad disminuyó un 6%.

La cárcel está pensada para evitarse, esto es, para que la reclusión solo esté reservada para casos excepcionales. En su lugar, se intenta implementar medidas alternativas como la libertad bajo vigilancia, el monitoreo electrónico, las sentencias condicionadas con servicios comunitarios, etc.

En nuestra región, falta mucho para alcanzar un nivel de civilidad, no creo que sea coincidencia que Suecia exhiba, también, altos índices de cultura democrática y cuente con un robusto Estado de bienestar. Sin embargo, tampoco sería éticamente responsable desembarazarnos de la realidad penitenciaria que nos aqueja, invocando nuestros problemas estructurales de violencia, pobreza y desigualdad.

En América Latina, hay experiencias valiosas de las que el resto también podría aprender. Quizás una de las significativas es la de la cárcel de Punta de Rieles en Uruguay, un nuevo concepto que permite a partir de un tipo de organización distinta la promoción de servicios que atenúen los efectos perniciosos de la prisionalización.

Uno de los proyectos de esta administración, con el apoyo de los recursos del empréstito con el BID, es el de las unidades productivas. Un modelo de atención penitenciario moderno que favorece la educación y el trabajo y, quizás lo más importante, que busca que la permanencia en reclusión no reduzca sino que potencie la reintegración a la sociedad.

Sistema inútil. Una de las grandes conquistas intelectuales del siglo XX es el convencimiento de que la prisión es inútil. Yo quisiera pensar que el reto para el siglo XXI, con las generaciones que deberán juzgarnos en el futuro, sea haber transformado nuestros modelos carcelarios.

La evolución del ser humano solo podría ser examinada con una buena nota si aceptamos que la exclusión y la marginalidad son formas de violencia y que una sociedad civilizada, anclada en valores como el respeto por la dignidad humana y la igualdad, debe luchar sin tregua por eliminar toda forma de violencia. Toda.

La cárcel ha sido, y sigue siendo, una forma de violencia, una forma cruel e hiriente de marginalidad y exclusión. Nuestra generación debe cambiar esto, la cárcel ha supuesto una dura derrota para la humanidad, no podemos dejar que a nosotros nos venza también.

Cecilia Sánchez es ministra de Justicia y Paz.