Breve y absurdaparábola de un joven zurdo

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Había una vez un niño que nació en un país que abolió el ejército como institución permanente unas décadas antes que el infante viniese al mundo. Se trataba de una hermosa y pequeña nación que tenía por bandera la defensa de la ecología y la industria del turismo. Él era un párvulo querido por sus padres, quienes se esmeraron por darle afecto y la misma educación que al resto de la familia.

Un día, la madre descubrió con terror que, pese a la gran inteligencia del mocoso, este era zurdo, por lo que lo sometió a toda clase de tratamientos posibles para obligarlo a escribir con la mano derecha. Los años y desvelos de los progenitores hicieron que finalmente –el ahora joven– fuese ambidiestro, pero evitaba usar la zurda para ahorrarles vergüenza a sus familiares y amistades. Incluso, en un lugar poco común para practicar el béisbol, se las agenció para usar una manopla derecha y jugar con bastante soltura. Cuando lo hacía, se sentía aceptado y querido.

Sin embargo, conforme pasaba el tiempo, se preguntaba qué tenía de malo el haber nacido zurdo: después de todo, no había elegido tal condición, así como tampoco el color de su cabello, su estatura, ni su color de piel.

Es más, ni siquiera recordaba haber estado de acuerdo en venir a la existencia, o al menos que alguien pidiera su opinión para tal propósito.

Al ponerse el sol, en la clandestinidad de la noche hojeaba las páginas de los libros con la mano izquierda y sentía que la culpa se apoderaba de él. Un día, le descu-brieron leyendo así y le castigaron severamente por ello. Sus seres más queridos le comentaron que en algunos países todavía mataban a los zurdos, y le fundamentaron con argumentos religiosos y sociales las inconveniencias de serlo. Entonces, se olvidó de sí mismo y usó la máscara social por un largo período, aunque estaba enterado de que en el mundo la gente zurda comenzó a tomar conciencia de lo ilógico que era ser discriminado por esa razón.

En un cumpleaños familiar, uno de sus cuñados le dijo que, si pudiera hacer una enorme contribución a la humanidad, esa sería matar a todos los zurdos, pero luego se disculpó alegando ignorancia de la condición de su pariente. El zurdo pensó que su cuñado no tenía mucho que contribuir con la humanidad, y que quizás debería regalarle algún libro, aunque lo leyera con la derecha. Entonces comprendió que su pariente no leía desde hacía mucho tiempo.

Siendo muy competente como joven adulto, el zurdo era un trabajador exitoso, hasta que alguien que competía con él por un puesto soltó el rumor de que escribía con la mano izquierda. Todos le sonreían, pero los más curiosos se preguntaban de qué múltiples maneras podía emplearse la extremidad superior izquierda, de tal forma que en realidad algunos de los que lo adversaban eran zurdos frustrados por las mismas razones apuntadas. Y otros llegaban al absurdo de decir que, si se toma una soda de dieta, eso puede convertir a una persona en zurda o al menos es un indicativo de ello.

Era un pequeño gran universo “zurdicentrista” y parecía que lo único que las personas podían recordar de nuestro protagonista era eso: que era zurdo. Olvidaban que tenía las mismas funciones corporales, deseos, capacidades, limitaciones, tristezas y alegrías que los diestros. Lo más divertido era el esfuerzo de la gente en disimular que solo podían pensar en eso.

Un buen día, el joven zurdo dejó de pensar en sus manos, no se redujo más a las expectativas de nadie y despertó feliz.

Esta parábola, conducida casi al absurdo, es fiel reflejo de muchas situaciones que perviven en el siglo XXI.

Por eso, cualquier parecido con las realidades de muchos habitantes del planeta no es mera coincidencia.