Bienvenidos al panteón

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En los días de adolescencia, estando en el colegio, cayó en mis manos el libro de Erich Fromm Anatomía de la destructividad humana . Decidí no asistir a clases hasta que terminara su lectura. Lo leí con avidez, me sentí descubridor, pionero, hurgador de secretos.

¿Por qué la violencia? ¿Por qué el hábito de cometer asesinatos en masa? ¿Por qué la tortura, el torturado, el torturador? ¿Por qué la atracción que ejerce en algunas personas el sufrimiento inducido? ¿De dónde nace la alquimia destructiva que transforma en horror, terror y dolor hasta al más sublime de los ideales? ¿Por qué la irracional dialéctica amigo-enemigo es el núcleo de las interacciones políticas? ¿Por qué las guerras son la continuación de la política y la economía, y viceversa? ¿Es la “agresión maligna” –como la denomina Fromm– un elemento inevitable e insuperable de la condición humana?

Las dudas se agolpaban cada vez que abría el libro o me topaba con personas poseídas por la convicción de que ellas, y solo ellas, tenían en su poder el secreto de la felicidad, estaban sintonizadas con la divinidad, su voz era la expresión infalible de la voluntad de algún dios, encarnaban los misterios del destino, el sentido de la historia, la regularidad de los ciclos y vueltas de la vida. Después, en la universidad, comprobé que tales pensamientos no eran fenómenos aleatorios, irrelevantes, sino una epidemia que acompañaba la historia universal, la corroía por dentro y originaba innumerables muertos y víctimas. Estaba rodeado de sectas deseosas de que todos pensáramos y sintiéramos del mismo modo.

Desde entonces, tres de mis objetivos han sido comprender esos epidémicos pensamientos, develar el origen de la “agresión maligna” y evitar jugar el juego macabro de los fanatismos en las interacciones humanas. No ha sido fácil, pero sí placentero, no siempre he vencido , pero he saboreado la victoria y sé de sus mieles.

¡Cuántas víctimas! Hace poco vi a un hombre –costarricense para más señas– sucio, descalzo, semidesnudo, destartalado, oprimido hasta el cansancio, lloraba sin consuelo; en su esclavitud y demencia me gritó al oído: “He llorado mucho, he llorado mucho”, y salió corriendo. Él es una víctima, imposible hacer el recuento de todas. Matthew White lo intenta en El libro negro de la humanidad, en el que trata de contabilizar el número de muertos y víctimas desde la segunda guerra persa y las campañas de Alejandro Magno hasta los genocidios de Ruanda y del Congo; meritorio esfuerzo, pero sus datos se quedan cortos, son muchas las guerras y matanzas no contabilizadas por él, a lo que debe agregarse que la “agresión maligna” origina víctimas a través de los lenguajes excluyentes e insultantes de los ideólogos, cuyo arte consiste en inventar palabras para mejor engañar a las personas hasta llevarlas –como dicen– mansas al matadero.

El número de asesinatos crece desde los primeros días del homo sapiens . Los antiguos imperios exterminaron a millones de personas, sus ejércitos hicieron desaparecer pueblos y ciudades, sus soldados violaron, asesinaron, esclavi-zaron. Esplendor y gloria imperiales se levantaron sobre una pila de cadáveres. ¿Puede decirse algo distinto de los imperios actuales? No. La grandeza se erige dentro de un monumento funerario, y sobre la base de engaños y manipulaciones.

¿Fueron sublimes y amorosas, acaso, las cruzadas, la conquista de América, las matanzas y persecuciones por razones económicas, de política y de religión, las guerras de religión, los totalitarismos que asolaron el siglo XX, la dos guerras mundiales, el terror de las revoluciones, las hambrunas inducidas, las desapariciones de jóvenes e infantes en las dictaduras, los niños famélicos en zonas de guerra, la infancia y la inocencia degradadas bajo el signo de las religiones y de los poderes seculares, los asesinados en campos de concentración, los cráneos humanos en los cementerios de la muerte de Pol Pot y los jemeres rojos, la sistemática violación de los derechos humanos, etc, etc.?

Y ni qué decir de los inicios del siglo XXI, basta escuchar, ver y leer informaciones periodísticas, y declaraciones político-ideológicas, religiosas y militares, para verificar la vocación violenta, excluyente y genocida que habita el planeta. Tiene razón Ernesto Sábato: la especie humana es experta en formular bellos ideales al mismo tiempo que los destruye en los infiernos que crea. ¿Dónde se origina esta tenebrosa incoherencia?

Monstruosa creencia. Al estudiar con atención la historia universal, no es difícil identificar una creencia ideológica que modifica sus formas históricas y expresiones lingüísticas, pero conserva, siglo tras siglo, el mismo contenido. Se trata de la fuerza motriz de la violencia y la “agresión maligna”. Es la siguiente: existe una persona, grupo humano y/o institución, religiosa o secular, que posee en exclusiva la verdad sobre la vida, la historia, el universo y el destino de los humanos, y que, en virtud de ese supuesto conocimiento, tiene el derecho de imponer su voluntad a todos los demás. Se comprende que, desde semejante creencia, es fácil pasar a la violencia en perjuicio de quienes piensan y sienten distinto, y no tienen la dicha de ser favorecidos por la historia y los dioses.

La presencia de esta ideología –a la que en otras ocasiones he llamado “racionalidad totalitaria”– es notoria desde los orígenes de la historia, se le observa en los antiguos imperios de Oriente y Occidente, pasando por el platonismo político, el nazismo, el fascismo, el marxismo, el socialismo del siglo XXI, el caudillismo y el culto al líder, hasta llegar al fundamentalismo de mercado del anarco-capitalismo y al fundamentalismo religioso paranoico y antimoderno de fines del siglo XX y principios del XXI.

Disyuntiva. ¿Se puede vencer la “agresión maligna” originada en la convicción de que se está en posesión monopólica de la verdad? Para lograrlo es necesario desarrollar una mentalidad científico-humanista que contraste las ideas con los hechos, y verifique en la experiencia los contenidos de las teorías y creencias; generalizar la cultura científico-tecnológica desde la infancia, y profundizar la búsqueda del consenso social –y de las mejores decisiones– mediante la tolerancia, la pluralidad de opciones, el diálogo y la investigación constante. Así es factible interiorizar la convicción de que vivir equivale a un descubrimiento permanente, con capacidad de auto-crítica, corrección y evolución, exactamente lo contrario al dogmatismo y el fanatismo que reclaman adhesiones incondicionales, suponen inmutables las ideas y las experiencias, y exigen una disciplina rutinaria y cadavérica.

Mientras la mentalidad científico-humanista conduce al desarrollo de las ciencias naturales, las disciplinas sociales y las ciencias formales, la mentalidad dogmática y fanática ha hecho de la historia un holocausto, un monumento funerario (panteón) plagado de disfraces que disimulan la monstruosa demencia de creerse dueño y señor de la verdad.

Y, bueno, al cabo de siete días adolescentes terminé la lectura del libro de Fromm. Los maestros me advirtieron que, de tener más ausencias, perdería el año. No hice caso. Innumerables veces me ausenté, siempre por motivos parecidos, y no perdí el año.