Amigo y mentor

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Con profunda tristeza recibimos la noticia del fallecimiento de Julio Rodríguez, mi amigo y mentor durante varias décadas.

Conocí a Julio antes de coincidir en La Nación . La historia del pueblo judío y de su renacer en Israel, su cultura y su política, además del capítulo de los judíos rusos, fomentaron originalmente nuestra amistad. Con posterioridad, animado a escribir por mi amigo Edgar Espinoza y, gracias a la gentileza y guía de Eduardo Ulibarri, inicié mi colaboración con La Nación . En esa arena retomamos con Julio nuestra amistad.

Para esos años, Julio ya era una figura pública destacada. Su aguda pluma y la solidez de su cultura, en particular la francesa, lo ubicaban en un alto sitial. Polemista agudo y temible, seguir los hilos de sus argumentos era un desafío intelectual y, a la vez, un deleite. De su columna mucho había por aprender. Su enfoque su selecto lenguaje y el orden de las ideas constituían lecciones magistrales. Por ello, a sus dotes de periodista, filólogo, abogado e historiador, habría que agregar las de mentor de todos los que ambicio-nábamos aprender de él.

Julio poseía también un fino sentido del humor que era contagioso. Los decires populares, la figura del tico y su natural inteligencia, nuestra sociedad y los políticos eran algunos recodos usuales de sus recuentos. El fútbol era otra pasión de Julio. Analizaba desde el resultado en goles de los partidos hasta la conformación de equipos, además de las medidas adoptadas por las autoridades del deporte. Su interés lo encaminó, asimismo, al fútbol europeo, campo en el que era erudito.

Sin embargo, su familia, su estimada esposa Miriam, sus hijos Marcela y Bernal, y, en tiempos más recientes, sus cinco nietos eran lo que mayormente definía sus emociones. De igual manera, el amor y la satisfacción que lo invadían, cuando hablaba sobre sus nietos, eran notorios.

Con frecuencia, durante mis estadías en el país, reunirme con Julio era fuente imprescindible para el conocimiento de la coyuntura nacional. Generalmente, nos reuníamos para desayunar a las 7 de la mañana. Un día, llegué 15 minutos antes y, para mi sorpresa, ahí ya estaba Julio sentado leyendo un libro. En otra ocasión, por curiosidad me adelanté 30 minutos, y Julio también se encontraba leyendo. A ese punto le pregunté la razón de su horario tempranero y me aclaró que debía ir al gimnasio todos los días. Ante esa monumental realidad, convinimos en mantener futuras reuniones a las 7 porque, de continuar adelantando el compromiso, sería mi salud la perjudicada.

Años antes, estuve invitado a hacer una corta exposición sobre Centroamérica en una actividad académica. Ahí, por cierto, también se encontraba Julio. Quien presidía la sesión era un respetado y querido exprofesor de la Universidad de Costa Rica. Cuando le correspondió presentarme, puntualizó que faltaba en mi biografía lo más importante: haber sido su alumno.

En ocasiones recuerdo la genial introducción de mi exprofesor. Ahora, pienso también que haber sido amigo de Julio constituyó un aspecto destacado de mi experiencia, un galardón que mucho me honra.