Álvaro Mata Guillé: Censurar lo individual

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Para que sea posible, la convivencia plural requiere un contrato que instituya los derechos de las personas a partir de sus diferencias, donde cohabite culturalmente la posibilidad de reconocernos entre nosotros como iguales, aún sabiéndonos distintos.

Este contrato, al que comúnmente llamamos democracia –a pesar de las usurpaciones de que es objeto o del empobrecimiento del lenguaje y los referentes– se concreta como realidad institucional a partir de los derechos humanos.

Ellos posibilitan que la persona sea persona, a la vez que se protege lo particular (los gustos, apetencias, colores) más allá de una única perspectiva o una sola percepción. La pluralidad nace precisamente del sabernos distintos y no únicos, pudiendo ser lo que somos sin negar nuestra propia singularidad.

Censurar lo particular mutila los componentes que dan razón de ser a la sociedad plural, pues es en el individuo palpándose a sí mismo e interrogándose, que lo asume y puede expresarlo, que se principia el convivir democrático.

Esto no solo porque en lo particular se descubre al otro como reflejo de nosotros, sino porque en la correlación entre sentir, pensar y existencia, entre lo particular de mí y lo particular del otro, se humaniza el orden que da un sentido a las cosas, más allá de la ideologización o los fundamentalismos que paralizan realidad y sentir, o de lo “políticamente correcto” que impone un mundo feliz en donde debemos sonreír siempre.

Estos componentes que nutren la sociedad de lo plural son también los que constituyen la literatura, ya que hay una relación intrínseca entre la pluralidad, lo particular y lo literario; entre el individuo, sus manifestaciones (teatro, poesía, novela), la libertad y el orden social. Sin literatura, donde nos enfrentamos y encontramos a nosotros mismos, no hay sociedad libre; sin individuos que asuman su singularidad, no hay ni literatura ni sociedad plural.

Negar diferencias. A pesar de todo esto, si releemos la historia y observamos los contextos contemporáneos o a la misma sociedad costarricense, constatamos que nuestras estructuras culturales han sido regidas por una visión de mundo que ha negado, en términos generales, la diversidad, invisibilizando lo que no se adhiere o asemeja a ese modelo, negando con ello su particularidad.

Se invisibiliza a la mujer por ser mujer, sustrayéndola de su cuerpo; al negro por ser negro; también al distinto, al indio, al homosexual: negación que todavía se impone en muchos contextos, incluida Costa Rica.

Recuperar o dar un contenido al concepto de “persona” o de “individuo”, conllevaría entonces, variar los parámetros –jurídicos, filosóficos, simbólicos, existenciales– que estructuran y permiten la exclusión y censura de lo particular, que privilegian una jerarquía de unos sobre otros, de las “personas” sobre las “no personas”.

Libertad literaria. Lo diverso, lo disidente, lo distinto, es el alimento tanto de la sociedad como del pensamiento y la literatura, alimento que nace de las particularidades manifiestas de los individuos percibiéndose a sí mismos en su relación con el entorno y la extrañeza, en tránsito hacia la finitud, e interrogándose por el sentido de las cosas, del estar y permanecer.

La censura de una obra literaria, ya sea por moral o dogmatismo, posibilita la exclusión de todas las demás (de la música, la poesía, la danza, el teatro), cercenando también la condición humana.

Pretender, además, que un texto literario dé lecciones morales, revela en el que las busca o las señala una vocación sacerdotal apegada al dogmatismo, la ortodoxia o al realismo socialista, donde la literatura deberá adoctrinar, señalando a su vez un único camino, una única realidad, un solo pensamiento: el del juzgador.

La sociedad que se encadena a miedos o prejuicios a través de la visión unilateral de quienes censuran, no solo mutila las diversas expresiones culturales, lo plural o la libertad: se mutila a sí misma y a la persona.

El autor es escritor