‘Alta gerencia’ es un simplismo

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Un vicepresidente se dejó decir, hace cinco años después de una encerrona en un instituto altamente acreditado en administración de negocios, que la mejor lección había sido entender que para gobernar con éxito había que manejar al Gobierno como a una exitosa transnacional. Y, hace poco, el mismísimo presidente se “encerró” con sus ministros para capacitarlos en “alta gerencia” con ayuda del ITCR (también especializado en administración de empresas).

Esta forma genérica de administración es algo que asumen y tratan de poner en práctica nuestros gobernantes –todos ellos– con el mayor simplismo, aun cuando es fácil demostrar que, en cuanto a resultados concretos, esa errada hipótesis es la que ha generado hasta el día de hoy el muy errático y desigual desarrollo del país.

Me refiero a que muy pocos –políticos incluidos– distinguen las diferencias abismales entre el contexto público y el privado en materia de gerencia, o entre dirección y planificación, y, menos aún, entre control y evaluación.

Por ello, gobernantes y burócratas recurrentemente improvisan y malogran el manejo e impacto de los muchos recursos que sí existen para nuestro desarrollo integral (sostengo que la mayoría de los gerentes privados o empresarios exitosos fracasan como presidentes, ministros o jerarcas públicos en general). Mi punto es que el modelo-país constitucionalmente delineado –no el que irresponsablemente se pretende definir de cero, cada cuatro años– debe ser administrado por un presidente y su gabinete mediante decenas de ministerios e instituciones en forzosa consonancia con 81 municipios, bajo un complicado sistema electoral y de legislaturas, grupos sociales, empresas y un complejo régimen de legalidad. Algo mucho más enredado que administrar la Apple, la Toyota, la Coca Cola y tantas otras empresas, las cuales, por complejas que sean, deben operar bajo la regulación y tutela de cada gobierno.

¿Alta gerencia? El problema de fondo es que en ninguna escuela o facultad universitaria de ciencias sociales, menos en básicas o exactas, se reconocen ni enseñan integralmente las implicaciones filosóficas, programáticas y operativas que el complejo pero sistémico marco constitucional y jurídico superior vigente debe, por fuerza, tener para configurar en Costa Rica las idóneas visiones, enfoques, mecanismos, instrumentos y prácticas (ética incluida) de gobernantes, funcionarios como tales, legisladores y hasta fiscalizadores.

Menos se reconocen las perniciosas prácticas político-partidistas entre el funcionariado público, que son causa de muchos de los males que nos han impedido saltar al Primer Mundo en los términos clarísimos en que la Constitución y el sistema de leyes lo ordenan explícita y unívocamente. O sea, de una manera integral que no se da en el disperso mundo empresarial, por complejos que sean los acuerdos constitutivos y accionarios de cada empresa, incluso transnacionales, o la existencia de cámaras empresariales que buscan hablar con una sola voz por todas.

Doy fe de que durante 37 años en la Universidad de Costa Rica, de mis cursos salían excepcionales estudiantes a quienes esperanzadoramente calificaba, un año sí y el otro también (cajita blanca, lo sé), de nueva generación de líderes políticos y profesionales con alta formación, particularmente en materia de gestión pública. Hasta que acaté que, después de mí, muchos otros profesores los avasallaban y embelesaban con textos de afamados autores foráneos, incluso de administración de empresas, aunque ninguno de estos, ni los mismos profesores, hubieran estudiado un ápice de las realidades políticas e institucionales costarricenses.

Por ello, durante décadas, he criticado –también sin éxito– la común extrapolación que tantísimos cientistas sociales hacen de ese lenguaje foráneo de “lujo y erudito” para diagnosticar problemas aquí o para “diseñar” soluciones que resultan ineficaces o inadecuadas.

Textos extranjeros. Hubo dos incidentes históricos que sin duda ilustrarán mejor al lector. Uno, de finales de los noventa, cuando en un curso de políticas públicas los estudiantes “querían” incorporar autores extranjeros por encima del enfoque autóctono en políticas públicas basado, entre otros conceptos estratégicos, en el artículo 99 de la Ley General de Administración Pública –hoy por hoy y desde 1978, la enunciación más moderna y contundente en América Latina en esta materia– y en la excelente Ley 5525 de 1974 que, articuladamente con la primera, daba, y da aún, para mucho más en materia de conducción gubernativa integral y eficaz.

Consecuente con mis convicciones, decidí no dar yo el curso ese semestre. Otro, cuando supe en el 2009 que en la esencial materia sobre planeamiento estratégico (gubernativo, por supuesto) de quinto año, no solo no se enseñaba esa ley de planificación de Costa Rica, sino que se utilizaban textos foráneos sobre planeamiento y dirección estratégica… ¡de una fábrica de autos en otro país!

Algo parecido ocurría –¿seguirá ocurriendo?– en la UNA con la enseñanza de la planificación. ¿Mi punto? Imagine el lector la leche que profesionales con tales carencias sobre fenómenos políticos e institucionales concretos y reales de este país podían dar como docentes, funcionarios o como presidentes.

Los malos resultados, producto de estas debilidades formativas de siempre en el país los he documentado durante 40 años, lo que evidencia que el daño social y económico particular y colectivo que se genera a partir de la incompetencia o la ineficacia sociopolítica y gerencial de la que hablo, es contundentemente mayor proyectada desde este contexto público –un ministerio, un ente, una municipalidad, el Gobierno en su conjunto– hacia el país, que el que jamás se generará desde una empresa privada. Esta última, cuando mucho, puede quebrar o largarse; lo otro, ha llevado al país a una crisis constante, ha acrecentado la pobreza y la desigualdad, y hasta puede quebrarlo produciendo un éxodo de muchas empresas, acrecentando, entonces sí, el problema del desempleo.

Que nadie más reconozca estos fenómenos, ya no me desvela en lo personal, pero sí siento tristeza por el país porque veo cómo todo gobernante, legislador y ministro mientras jura con una mano cumplir la Constitución y las leyes, a juzgar por los crudos hechos desde “el día después”, es posible que con la otra cruce los dedos tras la espalda.

Simplismo. La mejor reforma del Estado es convencer a nuestros gobernantes y funcionarios para que entiendan que con teorías e instrumentos políticos o empresariales, que ignoran todo lo que, incluso, solo en este artículo señalamos, o por la mera experiencia y sentido común de que Johnny Araya hablaba en campaña, nunca podrán convertirse en los ejemplares estadistas y los burócratas de carrera que en Europa sí se preparan integral y responsablemente, burócratas sin servilismos a partidos políticos ¡ni después de las 4 p. m.!

Entre “el verla venir y bailar con ella”, hay un mundo de diferencia. El problema principal es que aquí nadie se interesa en conocer a fondo el tipo de baile requerido, y los partidos son los que más menosprecian tal necesidad nacional. El país no mejorará mientras siga el festín de “viva la Pepa”.

¿Alta gerencia? Que esto haya sido anunciado así por el mismísimo presidente, me compele a denunciarlo como un lamentable simplismo de nefastas consecuencias fácticas para Costa Rica que son, y serán, fáciles de percibir por cualquier no experto.

El autor es politólogo y administrador público.