Agua y saneamiento como derecho humano

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El derecho humano al agua potable y saneamiento, reconocido por la Asamblea General de Naciones Unidas mediante la resolución A/64/L63/Rev, de agosto del 2010, como derecho autónomo, es definido por su Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales como aquel derecho al acceso suficiente, seguro, aceptable, físicamente factible y asequible al agua para usos personales y domésticos.

Este derecho humano posee una serie de características, contenido e implicaciones que merecen un somero análisis para su correcta comprensión y efectiva implementación.

Se trata de un derecho humano que se formula frente a los Estados y a los particulares. Previo a su reciente reconocimiento como derecho humano autónomo, se construyó con fundamento en una convención internacional (Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales) que no lo proclamaba específicamente, pero al que es posible llegar a través de la interpretación jurídica (Observación General número 15, del 2002, Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales), y de forma directa a través de algunas convenciones internacionales sobre derechos humanos (Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer y Convención sobre los Derechos del Niño).

Su contenido está relacionado con las necesidades básicas de la vida: los usos personales y domésticos, y deja fuera de su ámbito de tutela otros tipos de usos (comercial, industrial, agrícola, etc.) con la salvedad del uso para agricultura de subsistencia por parte de comunidades marginadas o vulnerables. Implica la provisión de agua suficiente en cantidad pero también con unas determinadas condiciones de calidad, así como el deber estatal de incluir medidas sistemáticas para su vigilancia y mejoramiento continuo.

Dentro de su contenido se encuentra no solo el abastecimiento de agua potable sino también la evacuación de las aguas residuales por medio de infraestructura de saneamiento, así como el derecho al acceso a la información hídrica, participación en la toma de decisiones y acceso a la justicia, por parte sus usuarios.

Acuerdo universal. El derecho al agua implica obligaciones estatales para con sus propios nacionales, extranjeros y para con otros Estados, siendo sus mecanismos de protección los propios de cada uno de los instrumentos jurídicos que lo reconocen.

Actualmente el derecho humano al agua potable y saneamiento no se puede divorciar del derecho internacional de los derechos humanos y su régimen superior de protección, y no podría ser equiparado a los usos comunes contemplados en los Códigos Civiles de descendencia napoleónica ni en nuestra actual ley de aguas de 1942, que no incluyen disposiciones especiales respecto a poblaciones ni sectores marginados y vulnerables como pueblos indígenas, niños y mujeres.

En países como Suráfrica (1996), Uruguay (2004), Ecuador (2008), Bolivia (2009) y México (2011) ha sido reconocido y elevado a nivel constitucional.

Mientras tanto, en nuestro ordenamiento jurídico apenas es mencionado a nivel infralegal por parte del Decreto Ejecutivo 30480, a pesar de su vertiginoso desarrollo jurisprudencial a partir de la sentencia 4354-2003 de la Sala Constitucional.

Por todo lo anteriormente expuesto, reviste especial importancia su reconocimiento al más alto nivel de nuestro ordenamiento jurídico mediante su inclusión expresa a nivel constitucional, idealmente dentro de su artículo 50, que a la vez reconoce el derecho a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado.

Su correcta y efectiva implementación se torna esencial e imprescindible al tratarse de un requisito previo que condiciona el disfrute de los demás derechos consagrados en la Carta Internacional de Derechos Humanos, entre otros, el derecho a la vida, salud, alimentación, educación y vivienda.