Adiós, Beto

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La noticia me golpea muy fuertemente: Alberto Cañas Escalante ha muerto. Beto, como lo llamaban sus parientes cercanos, sus amigos y la gente de teatro, quienes, casi siempre, sobre todo los más jóvenes, agregaban una palabra más: Don Beto, fue, por muchas razones, una gloria nacional, alguien al que esta generación y las venideras deben agradecer su paso por la política y los muchos caminos que abrió en la cultura y el arte costarricenses.

No recuerdo cuándo nos conocimos y solo sé que toda mi vida fui su amigo y su compañero en varios proyectos culturales. En una ocasión le pregunté si se acordaba cuándo y dónde nos conocimos, y me respondió: “No me acuerdo exactamente. Creo que fue porque vos eras muy amigo de mi cuñado Francisco Collado”. Durante los montajes de casi todas sus obras teatrales lo acompañé a algunos ensayos, comenté con él su creación y, luego, publiqué un artículo en esta misma página, casi siempre el día del estreno.

Recuerdo especialmente El luto robado , que fue la primera obra de él que vi a mi regreso a Costa Rica después de pasar cinco años estudiando en New York, y Una bruja en el río , llena de poesía, a cuyos ensayos asistí con Beto y fui testigo de sus comentarios con el director Lenin Garrido, que presentó, para su aprobación, una escena que no estaba en el texto original, durante la cual un grupo toca guitarra y Magdalena (Ana Poltronieri) canta, con la gracia con la que lo hace siempre, Un collar de perlas . “Otros directores –le dijo Beto a Lenin– me quitan escenas. Vos, más bien, le agregás cosas nuevas”, pero no había ninguna queja sino más satisfacción en sus palabras.

Vehemencia y amistad. En una ocasión me entregó varias obras originales suyas que no habían sido montadas. Las leí cuidadosamente y después le presenté a la Junta Directiva de la Compañía Nacional de Teatro Oldemar y los coroneles, que aceptó mi sugerencia y la presentó con Jaime Hernández como director, con mucho éxito del público y de la crítica. Esto fue antes de que Beto y yo formáramos parte de la Junta Directiva de la Fundación de la Compañía Nacional de Teatro, y, durante varios años, los dos asistimos a las sesiones, en las que, a menudo, estábamos de acuerdo sobre lo tratado, pero en ocasiones discrepábamos y cada uno defendía su punto de vista: él, con la vehemencia con la que defendía todo lo que consideraba correcto, pero también en un clima de cordialidad y amistad.

En una ocasión viajamos juntos a Guatemala para la boda, en Quezaltenango, de Ricardo Collado, amigo cercano de mi familia y sobrino de Beto. La boda, en el salón más elegante de la ciudad, era con vestido formal, largos para las mujeres y negro o esmoquin para los hombres. El día de la boda, se me ocurrió ir a jugar tenis a un club cercano y, como se me hizo tarde, regresé rápidamente al hotel sin darme cuenta de que había dejado mis zapatos negros en el club, ya cerrado, y solo tenía zapatos tenis blancos. Fui al pasillo donde se hospedaban los visitantes, y toqué las puertas y ofrecí mi reino no por un caballo, como Ricardo III, sino por unos zapatos de cuero, aunque no fueran negros, y Beto vino en mi auxilio con un par de zapatos café que me quedaron un poco estrechos, por lo que, durante la fiesta, me los quité y oculté los pies desnudos debajo del mantel largo. Fue una de las ocasiones, de tantas, que Beto vino en mi ayuda.

Sin pelos en la lengua. Beto, definitivamente, no tenía pelos en la lengua y era muy directo en sus apreciaciones. En una ocasión publiqué, en esta misma página, un artículo sobre el “Teatro al aire libre” y mencioné a varias personas que tenían que ver con su creación. El día que salió publicado, Beto me llamó por teléfono, muy temprano, y me dijo: “Mencionaste a quien acabó con el ‘Teatro al aire libre’, y a mí, que lo creó, ni me mencionaste”. Le di la razón, le pedí disculpas y la aclaración la hice en otro artículo publicado posteriormente.

Beto fue estadista, político, embajador, ministro y muchas cosas más, pero, básicamente, fue escritor, dramaturgo, poeta, ensayista y, en general, un hombre dedicado al arte y la cultura. Una vez, durante un viaje que hice a New York, me encontré con él en el Museo de Arte Moderno, junto con Guido Fernández. Después de saludarnos, comenté sobre la casualidad de encontrarnos los tres al mismo tiempo y Beto contestó: “No. Casualidad hubiera sido que nos hubiéramos encontrado en un cabaret o un bar de mala muerte, pero no en un museo”.

Por vivir casi en el mismo barrio, lo visité en muchas ocasiones y aprecié su biblioteca tan completa, y él, generosamente, me prestó varios libros, los cuales devolví apenas los había leído. Este año, cuando el Colegio de Periodistas llevó a cabo un almuerzo para los “Periodistas de Oro”, creí que lo iba a encontrar, pero no asistió. Lo llamé por teléfono y me dijo: “Es que ahora salgo muy poco. Ya ni al teatro voy”.

Entonces, lo invité a pasar una tarde en mi casa frente a una taza de café o de “lo que quisiera tomar”. Lo agradeció, pero me dijo que me llamaría, lo cual nunca sucedió. Ahora se ha ido para siempre, pero su recuerdo perdurará en el teatro costarricense, en la literatura y en todas las manifestaciones y actividades culturales de Costa Rica.