Adiós a la urbanidad

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Parece ser que existe un acuerdo tácito para eliminar la urbanidad. Uno se sorprende actualmente cuando lo tratan con respeto y cortesía en un local comercial. No sé si les ha sucedido, pero es casi inaudito cuando una persona joven, que podría ser nuestro hijo o nieto, nos trata de “vos” o, peor aún, nos tutea con un acento ajeno a lo costarricense y, además, se nos iguala en el trato con un nivel de afectación que imita lo televisivo –aclaro: de la mala televisión–.

Cuesta mantener el espíritu de colaboración cuando se cede el campo en las calles y carreteras, y los conductores a menudo ya no agradecen el gesto. Me ha sucedido, incluso, que ponen cara de que es para mi un privilegio haberles servido. Asimismo, me ha tocado ver incluso a señoras de altos moños, y entradas en años, que pasan cruzando filas y olvidando el “con permiso”. Simplemente, los demás somos invisibles para el galopante paso de sus señorías. A menor edad, este fenómeno tiende a intensificarse.

No estamos solos. De niño, mis padres se esmeraron en brindarme una buena educación: lo primero fue inculcarme la cortesía y la urbanidad, y entender que no estamos solos en la ciudad, no somos islas ambulantes y tenemos la capacidad de mejorar o arruinar el rato a nuestros semejantes. Lo que más me ha sorprendido recientemente es ver a personas en autos sencillos, imaginando que conducen carros de carrera en circuitos de competencia que están en sus mentes. Casi siempre, los vehículos exhiben accesorios extraños, colores imposibles y calcomanías variopintas, además de que suelen emitir sonidos fuertes.

Seguramente, a estas alturas del partido, me estoy quedando rezagado en las formas sociales, pero algo del sentido común insiste en decirme que puede ser que tenga razón para mi perorata. No es posible que uno vaya a un cine, pague una entrada para disfrutar una película y haya personas que hablen en voz alta, como si estuvieran en la sala de su casa, importándoles un comino si molestan a los demás parroquianos que nos encontramos presentes. Si usted quiere generar un conflicto, intente razonar con ellos y verá cómo bajan los pies de los asientos delanteros y se enervan por interrumpirles su sacrosanto derecho de incordiar.

No se debe generalizar, pero hay todo tipo de gente: muchos respetan los protocolos sociales de convivencia, pero no se puede negar que algo de razón tenía Jean-Paul Sartre cuando dijo que “el infierno son los demás”.