¡Abajo el income tax!

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Probablemente los norteamericanos no eliminarán el 'income tax', pero es una lástima que no den ese paso trascendente.

Los más audaces reformistas del campo del señor Gingrich planean eliminar el income tax --el impuesto sobre la renta-- y sustituirlo por una suerte de sales tax o impuesto sobre las ventas. Según algunos expertos, bastaría gravar todas las transacciones comerciales con un 16 por ciento para recaudar una cantidad similar a la que hoy recibe el Estado americano con su complejo y mucho más elevado sistema impositivo.

Frente a esta propuesta radical e igualitaria se alzan quienes suponen que un sistema impositivo gradual y creciente como el vigente --quien más gana más paga proporcionalmente--, contribuye a disminuir las diferencias entre ricos y pobres, distribuyendo por este procedimiento más equitativamente la renta nacional. Eso, por lo menos, es lo que parece haber estado en la conciencia de los hacendistas que a lo largo del siglo XX le han dado forma al aparato recaudatorio norteamericano y, por imitación, al de medio planeta. Ese también parece ser un argumento favorito de quienes creen que la fiscalidad progresiva es una expresión de la justicia social o de la función redistributiva de las riquezas nacionales que supuestamente le corresponde al Estado.

?Quién tiene razón? Como señalan el sentido común y la experiencia de casi cien años de fiscalidad progresiva, lo más eficaz, y lo que acaba por ser más justo, debe ser limitarse a gravar los gastos y no la creación de riquezas. Y, contrario a las supersticiones de los defensores del income tax, un impuesto invariable sobre las ventas obligaría a los ricos a pagar más impuestos que los que ahora pagan, aunque solo fuera porque no podrían esconderse tras las numerosas excepciones que hoy la ley les permite de manera casi siempre escandalosa.

En cambio, un impuesto único sobre las ventas tendría, además, otras dos extraordinarias ventajas. La primera sería abaratar toda esa costosa burocracia de contables, auditores, abogados y funcionarios del Estado que viven del bolsillo y del susto perenne de unos contribuyentes aterrorizados por los inspectores de la Hacienda Pública. La segunda, se pondría fin a ese repugnante tinte represivo que van adquiriendo los estados en los que se combina la complejidad fiscal con la excepcionalidad legal (los loopholes), dando lugar a una madeja de normas, contranormas y arbitrariedades que, a veces, provocan actitudes y conductas dudosas en ciudadanos que se ven (o se creen) obligados a tratar de salvar un patrimonio legítimamente ganado de la voracidad sin límites de estados que rencorosamente castigan en lugar de estimular la creación de riquezas.

Naturalmente, también sería posible evadir ese impuesto único sobre las ventas, pero la experiencia europea en torno al IVA (Impuesto sobre el Valor Añadido) --gravamen que al vendedor nunca le interesa ocultar-- demuestra que ese puede ser el mejor método de nutrir las arcas del Estado de una manera eficaz, pacífica y económica. En todo caso, conviene no olvidar cinco principios en materia fiscal que deberían ser la regla de oro de todos los gobernantes: los impuestos deben ser pocos, fáciles de cobrar, transparentes, sin excepciones y suficientes para cubrir lo presupuestado.

Como anécdota final, acaso valga recordar mi experiencia personal en España, en los últimos años de Franco, cuando en la Península existía un régimen fiscal que todos calificábamos de "atrasado" y "primitivo", pero cuyos resultados prácticos, vistos a la luz de la "modernidad" posterior, eran realmente impresionantes. Por aquel entonces, la secuencia del acto impositivo al que debían someterse las empresas era la siguiente: el gobierno formulaba un presupuesto general y se lo notifica a las ochenta --creo que eran ochenta-- juntas recaudatorias en que estaba dividido el aparato productivo del país, asignándole a cada una de ellas la parte de la carga fiscal que debía asumir. En mi condición de editor de libros, mi editorial estaba adscrita a la Junta de Artes Gráficas, formada, como todas, por empresas del mismo gremio. Una vez conocida la cifra con la que nuestro gremio debía pechar, la Junta se reunía y, a su vez, distribuía las obligaciones entre las diferentes empresas afiliadas con arreglo a cifras de venta, número de empleados y alguno que otro dato básico, sin necesidad de recurrir a inspecciones fiscales, auditorías, costosos asesores o contabilidades detalladas. ?Resultado de ese arcaico sistema de cobrar y pagar impuestos? La administración de las empresas era entre un diez y un veinte por ciento más barata entonces que ahora, el fraude fiscal era nulo o mínimo, el Estado operaba prácticamente sin déficit, y había más recursos disponibles para producción, lo que quizás, en alguna medida, explique que entonces el desempleo fuera la mitad de lo que es hoy en día: un terrible 24 por ciento de la fuerza laboral.

Probablemente los norteamericanos no eliminarán el income tax --ya Clinton dijo que lo defendería con las uñas-- pero es una lástima que no den ese paso trascendente. A principios de siglo, cuando los hacendistas norteamericanos descubrieron y popularizaron la fiscalidad progresiva sobre la renta, se hicieron ellos mismos, y le hicieron al mundo, un flaco servicio en materia de desarrollo y crecimiento económico. Si ahora rectificaran, el planeta completo seguiría tras ellos por la senda correcta. ?Es tan difícil de entender que castigar la producción es un error? ¿No es obvio que el gravamen hay que ponerlo en el gasto? Pero ?quién le ha dicho a usted, lector, que lo razonable, lo justo o lo obvio es lo que suele hacerse? Usted ya es demasiado mayorcito para creer en cuentos de hadas. Firmas Press