A vueltas con las encuestas políticas

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A la hora de opinar sobre las encuestas políticas, lo primero que advertirá el más desprevenido lector es el carácter altamente emocional de la discusión sobre el tema. Y no es de extrañar, dada la cantidad de actores en liza. Abundan las interpretaciones interesadas, en primera instancia de los políticos y adláteres que no se ven favorecidos, porque lo que está en juego es el acceso al poder, asunto nada trivial. Abundan también las opiniones de expertos de toda laya que tienen, además de una posición política mal disimulada, una reputación que salvaguardar, ante su círculo inmediato o ante el público en general. “Expertos”, ahora sí, en teorías conspirativas, fingen conocimiento privilegiado allí dónde no saben de la misa la media.

Por otra parte, las empresas que realizan las encuestas tratan de defender su cuestionada buena fe. No se olvide que ese es su negocio; de eso viven. Pero allí donde se presume error, se tiende a atribuir a la mala fe lo que puede explicarse perfectamente por inopia o impericia en el hacer o en el decir. Y el público, lego en la materia, combina todas las actitudes anteriores con la ignorancia básica de la estadística. Pretender, en este contexto, mantener una discusión razonada y constructiva es pensar en lo excusado.

Medición y predicción. Las encuestas son herramientas de investigación que han funcionado, y funcionan, cuando se trata de medir hábitos de las personas u hogares, es decir, conductas pasadas y regulares. Funcionan también cuando de determinar filias y, muy especialmente fobias, se trata. Es decir, miden el pasado y la inercia, encarnados en dimensiones cualitativas que se pretende cuantificar. Pero son malos instrumentos cuando de predecir el futuro se trata, porque mucha gente sabemos lo que probablemente no vamos a hacer, pero difícilmente sabemos lo que vamos a hacer en el futuro, salvo en forma muy vaga. O salvo que se trate de asuntos de alto involucramiento. Los indecisos son un reflejo de esa limitación para predecir nuestra conducta futura.

Si presumimos ese bajo involucramiento de una parte significativa de la ciudadanía, no resulta sorprendente la altísima volatilidad de las opiniones de los potenciales votantes. Estas fluctúan al tenor del momento y con base en criterios muy diversos, que pueden ir desde el más profundo análisis de un programa, pasando por lo anecdótico (la posición ante un tema de baja incidencia, como el aborto o el matrimonio del mismo sexo) y lo desinformado (la presunta “robadera” de un candidato) hasta lo trivial (si es guapo, gordo o carece de cuello, o si habla “golpeado”). Si a ello añadimos la profusión de información disponible, en cantidad y diversidad de fuentes, incluyendo las redes sociales (con más ruido que señal), la volatilidad parece una consecuencia inescapable.

Opciones metodológicas. A esta complicación natural de tratar de atrapar una realidad futura, elusiva por naturaleza, se le añade lo variado de las opciones metodológicas a utilizar y lo complejo de su adecuada implementación. Y este es un aspecto en el que las casas encuestadoras y los medios se han quedado cortos, al no aclarar diáfanamente dimensiones cruciales en un estudio de esta naturaleza: el método de recolección (presencial o telefónico), el ámbito geográfico de aplicación (GAM, nacional, nacional urbano, …), la selección del sujeto informante (seleccionado aleatoriamente o autopresentado), la calendarización del trabajo de campo (cuántas encuestas se realizaron antes o después de determinados eventos) y el instrumento utilizado (incluyendo los reactivos, su orden de presentación y los eventuales pases de pregunta).

Quizás el tamaño de la muestra y el margen de error hayan sido de los pocos aspectos que han sido más atinadamente comunicados, pero esto no ha evitado algunos ejemplos de pobres presentaciones de resultados. Así, hemos visto gráficos en los que el uso creativo de Illustrator se ha impuesto sobre una representación gráfica adecuada de los datos; otros en los que la base de casos sobre la que se calculan los porcentajes, se escamotea del gráfico (aunque se aclare en el texto, que pocos leerán) y otros en los que el estimador se ve opacado por un uso inadecuado del margen de error.

Otra omisión notable tiene que ver con la comunicación de la caracterización de la muestra, en términos de su composición por sexo, edad…, que permita la comparación con la composición del padrón (inferido a partir del censo del 2011).

A esto, como se señaló, hay que añadir, desafortunadamente, el pobre conocimiento estadístico por parte de la ciudadanía. Así, el ciudadano de a pie sospecha que debe de haber algo malo cuando ninguno de sus conocidos figura entre quienes han sido llamados o entrevistados por una de las casas encuestadoras, o cuando su candidato no encabeza las encuestas, siendo que todos sus conocidos dicen que van a votar por él.

Herramienta útil. Todas estas dificultades y posibles contratiempos no pueden oscurecer el hecho de que la herramienta es útil para ciertos propósitos y ofrece muchas posibilidades aun inexploradas. Siguen siendo válidas para conocer la sensibilidad de los ciudadanos a los temas de la agenda política, sus aspiraciones o esperanzas, sus temores. Y ese conocimiento sigue siendo valioso en un período electoral. También podría pensarse en nuevas metodologías, como, por ejemplo, que las encuestas se realizaran a un panel de ciudadanos, los mismos durante todo el proceso, de forma que pudiéramos medir las oscilaciones en la opinión, a lo largo de todo el proceso electoral, en un mismo grupo de personas. Este método ya se utiliza en los estudios de teleaudiencia. Esto, sin embargo, generaría otro nuevo tipo de problemas, como los relacionados con la preservación del anonimato de los informantes y, en ese eventual caso, la forma de evitar que puedan ser sobornados por una fuerza política en liza. O se podría también hacer uso del creciente acceso a Internet para recabar las opiniones de miles de personas, cuyo significado podría inferirse utilizando técnicas de muestreo múltiple y repetido (bootstraping). Las posibilidades son muchas.

Satanización injustificable. En todo caso, la mala experiencia que hayamos podido tener, y el mal sabor de boca que nos hayan podido dejar las encuestas en un proceso electoral atípico desde muchos puntos de vista, no justifica prescindir de una herramienta que ha sido, es y será valiosa para muchos propósitos, aun cuando entre ellos no esté el predecir el nombre del próximo presidente de la República. Al satanizar las encuestas, corremos el riesgo de tirar al bebé con la bañera.