15 de setiembre de 1947

Un grupo de estudiantes de la escuela Porfirio Brenes cumplió una misión cívica y silenciosa

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La gran fecha se acercaba y nuestra escuela –decían los muchachos y muchachas– tal vez podría tener representación en los desfiles majestuosos que para ese entonces se celebraban en la ciudad de San José. ¡Qué más, en este sentido, podía uno desear!

Fue así como un grupo de diez o doce estudiantes de la escuela Porfirio Brenes Castro, de San Vicente de Moravia, se las agenciaron para que la Dirección les autorizara participar en el próximo desfile, a celebrarse el 15 de setiembre de 1947.

La Dirección consintió, aprobó la asistencia del grupo y les instruyó que debían ir bañados, peinados y vestidos con los colores patrios (aunque con prendas de telas y cortes variados, pues no se disponía de un uniforme, sino que cada uno se ponía lo mejor que con esos colores tuviera).

Por último, pero primero en importancia, se les exigió comportarse a la altura. Les entregó la directora el estandarte de la escuela, el único que se disponía, como signo de representación oficial.

Mi hermano Jorge, que estaba entre los mayorcitos del grupo, fue el encargado de coordinar la misión. Se entendía que la escuela no contribuiría con dinero para los pasajes (cuarenta céntimos de colón, ida y vuelta, por estudiante), ni con almuerzo o refrigerio alguno.

El agua embotellada era desconocida. Si les daba sed, en cualquier pulpería, o más probablemente cantina, podían regalarles un vasito de agua, como era usual. También podrían –si es que en sus casas les daban algunas monedas– comprarse un fresco de sirope, con un pedacito de hielo de “la fábrica”, que entonces costaba diez centavos. Mas esto último aparentemente no ocurrió.

Y así, en un autobús ( cazadora ) mañanero, partió el grupo para San José; concretamente para la avenida central, que era el centro de la acción. La parada óptima quedaba donde se junta la avenida tercera con el edificio de Correos y Telégrafos de Costa Rica. Al llegar allí, ya resonaban los tambores que ensayaban para el desfile y la gente corría de un lado a otro.

Como mejor pudieron, los representantes de la escuela de Moravia se movilizaron por unos 800 metros para escoger dónde meterse al desfile. Al fin encontraron que podrían hacerlo en un pequeño espacio detrás de un colegio que hacía gala de una banda con muchos tambores: el Liceo de Costa Rica, cuyos estudiantes eran todos varones.

Entonces, los alumnos del liceo, con traje de gala, se lucían en estos eventos. También lo hacían los del Seminario y las alumnas de los colegio Nuestra Señora de Sion, María Auxiliadora y Superior de Señoritas, y los de algunas escuelas primarias de San José, entre otros. No había colegios mixtos, pues para entonces, entre santa y santo, pared de calicanto. El liceo era buen árbol y el que a buen árbol se arrima, buena sombra la cobija.

El grupo que nos ocupa, con gran patriotismo, inició su participación desde donde entonces estaban situadas las oficinas centrales del Instituto Nacional de Seguros. Pasaron por el Mercado Central y el Banco de Costa Rica. En un momento en que, al frente de la Plaza de la Artillería (donde hoy se ubica el Banco Central) la marcha se detuvo, mi hermana Mary, quien formaba parte de la delegación, escuchó que una niña espectadora (quizá notando la ausencia de uniforme entre los del grupo y que al menos dos iban descalzos) dijo a su madre: “¡Mamá, esos chiquillos se metieron al desfile!”. La madre miró con cuidado de arriba abajo, y al ver el estandarte que con orgullo portaban, le respondió: “No. Ellos son de una escuelita pobre, que vinieron a desfilar”.

El desfile siguió, de oeste a este, acompañado de redobles y celebración grande. En unos minutos pasarían al frente de la Catedral Metropolitana, donde las autoridades religiosas impartían su bendición y el propio presidente Teodoro Picado les daba un saludo. De allí continuaban hasta el Cuartel Bellavista, hoy Museo Nacional, donde el desfile terminaba.

Con unas tres horas transcurridas, la banda guía, la del Liceo de Costa Rica, se devolvió del Bellavista y al llegar al paseo de los Estudiantes tomó hacia el sur. La delegación de la escuela de Moravia fielmente le siguió, no sin preocupación de notar que conforme más se acercaban a la Plaza Cleto González Víquez, más grande era el desorden de los liceístas.

Fui ahí donde mi hermano Jorge se percató de lo sucedido y dijo: “Yo creo que el desfile desde hace rato terminó y ya podemos ir a coger la cazadora de vuelta a Moravia”. En efecto, los del liceo simplemente iban camino a su casa, para guardar tambores, otros instrumentos y muy probablemente tomar un refrigerio.

La cazadora se tomaba al frente de la antigua y bella Biblioteca Nacional, sobre la avenida primera. A eso de la 2 p. m., la delegación cívica que nos ocupa, sin haber ingerido gota de agua, y menos alimento alguno, y portando con enorme cuidado el estandarte que la escuela Porfirio Brenes Castro honrosamente les había confiado, tomó la cazadora número 14 (la más pequeña y la más veloz de todas las de la ruta 9) para el viaje de regreso.

Anónima misión cumplida. No selfies. Nada para que otros recordaran. Solo ellos (y quizá sus maestros) supieron de tan cívica participación. Solo ellos disfrutaron de su visita a la capital y de ver tanta gente catrineada apoyando el desfile del cual ellos, también, formaron parte activa.

En ese entonces, la mayoría de los alumnos de las escuelas rurales iban descalzos. Algunos moravianos se pusieron zapatos (que normalmente eran solo para dominguear ) para la ocasión y, como no estaban acostumbrados a caminar tanto calzados y bajo un intenso sol, el desfile del 15 de setiembre de 1947 les produjo grandes ampollas, que les duraron varios días. Mejor les fue a los dos estudiantes que desfilaron descalzos.

¡Viva el 15 de setiembre!, ¡Viva Costa Rica libre! Y vivan las anónimas celebraciones sinceras.

El autor es economista y escritor.