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Por cientos de años y hasta mediados del siglo pasado, los habitantes de estas tierras que hoy llamamos Costa Rica vivieron en pueblos y caseríos, unos apenas puñados de familias y otros de pocos miles de personas que vivían y morían sin apenas moverse de ese sitio. En 1950 San José era más pequeña que la actual ciudad de Limón, y el resto, comunidades atadas a los ritmos agrícolas, en las cuales todo el mundo conocía al tonto y al malandro del lugar. No eran, para nada, sociedades idílicas ni armónicas. Había pleitos por tierras, machetazos por la noche o por la espalda y abundaban las poblaciones piojosas y enfermizas. Una diarrea, un muerto.

Los caseríos, sin embargo, no eran azotados por una alta violencia social. A diferencia de otras sociedades agrarias de América Latina, endémicamente violentas, la nuestra atajaba los conflictos antes de que se desbordaran y no porque la gente fuera de talante más pacífico que la de ahora. En ausencia de relaciones de servidumbre semifeudales como las de Guatemala o Brasil, nuestras comunidades disponían de un formidable mecanismo de control social: el conocimiento cara a cara entre personas libres quienes, además, convivían cotidianamente, aun los desiguales. No era el Estado, institucionalmente endeble (hace un siglo contaba apenas con una veintena de entidades y unos dos mil funcionarios) quien mantenía la paz social. Era la sociedad misma.

Esa Costa Rica desapareció. Hoy, casi 2,3 millones de personas viven en la capital y alrededores y, salvo algunas comunidades aisladas, todo pueblo está integrado a la sociedad urbana global. Millones viven en barrios donde nadie se conoce y otros tantos se desplazan a diario por todo el país. En este contexto, los antiguos mecanismos de control social no funcionan y esta sociedad fluida, en permanente movimiento, le ha encargado al Estado garantizar la paz social porque ya no puede hacerlo. Pero aunque el Estado haga bastante, la magnitud de la tarea lo desborda inevitablemente. Si la sociedad se repliega, nadie llena el vacío que deja.

Para muchos la respuesta social adecuada es que todo el mundo se arme, el llamado “derecho a armarse” copiado de EE. UU. Sin embargo, una “sociedad armada pacífica” es una contradicción de tres patas. Terminaremos todos volándonos la tapa de los sesos. Debemos explorar otras maneras para que la sociedad recobre protagonismo. Una es promover activa y permanentemente la cultura cívica en la escuela, el trabajo, las comunidades. Cuando nos volvamos a importar mutuamente, ya no porque seamos del mismo lugar sino porque formamos parte de una misma comunidad de ciudadanos, cuidaremos mejor los unos de los otros.